En el extremo izquierdo y posterior del escenario se abre la puerta y se asoma la cabellera blanca de Martha Argerich. En ese preciso instante, se desata un estruendo atronador que a ella parece incomodarle. Mientras camina lentamente hasta el proscenio, mueve levemente la cabeza hacia ambos lados como denotando alguna incomodidad. Como si todo esto no fuera sino un amor exagerado. Daniel Barenboim, el maestro absoluto de ceremonias, el dueño total del espacio y sus aconteceres, una especie de ángel protector, la acompaña bien de cerca, pero, en el momento de llegar al centro, la deja sola.
Ella, la mejor de todos |
Él, un ídolo cabal para el público argentino, entiende perfectamente bien la situación y sabe que esa tremenda ovación de bienvenida es para ella. Lo que vino a continuación no fue simplemente una devolución de atenciones, sino una muestra acabada de que Martha Argerich no es sólo una pianista admirable, sino, con todas las reservas y subjetividades del caso, la mejor de todos. Sí, sin error gramatical de género, ella es la mejor de todos, incluidos los ellos y las ellas, la única que puede generar una tensión infinita sobre el escenario, la única que dirige sus pensamientos más profundos y su espontaneidad más abierta hacia terrenos que sólo ella concreta con una claridad franca y un arte infinito. La única, la mejor.
El año pasado, cuando con la misma WEDO y el mismo director, hizo el primero de los conciertos para piano de Beethoven, comentábamos que su modo de aproximarse al compositor difería de los cánones interpretativos que, para este repertorio, con solidez y definiciones claras, habían acuñado pianistas tan maravillosos como Brendel, Schiff o Uchida. Ahora, con el segundo de los cinco conciertos, volvió a afirmar esa individualidad, ese modo de hacer música que la aparta de esas normas aceptadas. Si de algún modo esos tres pianistas pueden haber erigido una escuela de interpretación beethoveniana a la cual entender y adherir, lo de Martha está lejos de poder ser imitado o tomado como ejemplo. Esa singularidad hace que lo de ella sea un modelo irrepetible. Desde que arranca su participación, luego de una estupenda exposición orquestal, comienzan a confundirse la más exquisita delicadeza y todas las galanuras imaginables con una teatralidad y una expresión intensa que pareciera que no pudieran fundirse en algo coherente. Sin embargo, ella le da consistencia, ilación y crea un mundo increíblemente atractivo y estilísticamente intachable.
Más allá de las meras cuestiones técnicas -Martha es una virtuosa del piano en el más brillante de los sentidos-, lo que deslumbra es la claridad con la que expone sus certezas. Todo suena bien y en su exacta medida: sus toques son impecables, sus fraseos son presentados con sutilísimas inflexiones y cambios de tempi, impresiona la precisión para elaborar pasajes de altísima velocidad sin que ninguna nota pierda su esencia, afloran acentuaciones impensadas, y las sorpresas y las exactitudes se suceden para que la atención no decaiga. La cadencia del primer movimiento fue tan abrumadora por la contundencia y lo robusto de su mensaje como conmovedor fue el refinamiento con el que paseó sus dedos por el teclado en el segundo movimiento, siempre al borde del volumen más escaso, al tiempo que todo era tan comprensible como convincente.
Menester es señalar que Barenboim y los músicos de la WEDO la acompañaron de modo ideal en todas sus fantasías y voluntades.
Después de muchas idas y venidas, por fin, se sentó en el piano y, fuera de programa, tocóTraumes Wirren, la más endemoniada de las FantasiestückeOp. 12, de Schumann, tal vez para demostrar que, si quisiera, podría dedicarse a exhibir músculos y capacidades como muchos otros para quienes el virtuosismo es su más notable condición. Si ella quisiera, podría ser como ellos. Pero nadie, definitivamente ninguno de los otros, podría ser como ella.
En la segunda parte, a Barenboim y sus muchachos y muchachas árabes e israelíes les tocó la dificultosa tarea de descender del paraíso y transitar por las anchuras terrenales. Y si bien la WEDO es una orquestal juvenil ampliamente consolidada, la interpretación de la Sinfonía N° 4, de Chaikovski, no alcanzó el mismo nivel de magia que se había enseñoreado en la primera parte del concierto. Es real que hay orquestas con mayor fuste e historia que, con el mismo Barenboim, seguramente hubieran sonado un poco más afiatadas y con más variantes y colores. Pero lo significativo es que quien estaba sobre el escenario era la WEDO, con todas las cargas humanas y simbólicas que ella conlleva. Y, en ese sentido, sería erróneo detenerse en observaciones que, en este caso, parecen inapropiadas, no pertinentes.
Las emociones se liberaron todas juntas en el final y afloraron triunfales el griterío, los aplausos y cierto furor propio de un concierto de rock. Fuera de programa, Barenboim dirigió el Vals triste, de Sibelius, y se reservó una sorpresa para el final. Presentó e invitó al joven director israelí Lahav Shaní para que él cerrara la velada. Este pianista y director de 26 años que, en 2013, obtuvo el primer premio de la prestigiosa Gustav Mahler Conducting Competition, dirigió la obertura de Ruslán y Ludmila con mucha seguridad. Podría entenderse este final tan atípico como una señal de que, a futuro, la WEDO puede tener otras posibilidades. Si bien Barenboim es el alma y factótum de la Orquesta del Diván, esta presentación de Shaní a su frente, podría tener esas implicancias. Y no estaría nada mal que este proyecto pudiera tener una vida extensa.
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