miércoles, 22 de octubre de 2014

"Martha rompe el silencio" - Télérama - Los Angeles, 1997


LOS ANGELES (Télérama).- Tres noches extrañas con Martha Argerich, la gran pianista flamígera de estos últimos años. Tres noches enteras en que esquivaba las preguntas con obstinada dulzura: "En verdad, ha venido expresamente a Los Angeles... ¿Qué espera usted...? Qué decir de mi oficio, yo que dudo de todo... No puedo responderle con palabras que no me pertenecen, que tomaría prestadas a otros". Alboradas flotantes en que el periodista se sorprende tarareando a Brassens: "Con mis preguntitas, parecía un imbécil, madre mía". 


Martha Argerich ama el tiempo dilatado de los verdaderos encuentros, no así la incomodidad de las entrevistas. Por lo demás, no las concede. Más frágil que nunca, tras haberse operado un cáncer, busca un nuevo rumbo para su vida. Huye de los medios para evitar la pregunta más absurda: ¿quién es ella? Imita a la Bovary, pero al revés. La heroína de Flaubert se proyectaba más grande que su cotidianidad banal. La Argerich querría ser más mediocre que su talento fenomenal. ¿Es una simple música? Sin embargo, fascina a todos sus colegas, cuando no los paraliza. Puede pasarse varios meses sin tocar un piano y volver a él, sin esfuerzo aparente, con la misma vitalidad virtuosa que, desde su adolescencia, la designaba como la igual de un Vladimir Horowitz. Su igual, salvo en la coquetería. 

No se contenta con dar conciertos. Incendia el piano. Su velocidad, jamás gratuita, se fusiona con un temperamento volcánico. Su gusto por el riesgo se burla de los sonidos pulidos en una escrupulosa devoción por las partituras. No es raro que termine un concierto mareada, mientras el público permanece de pie, galvanizado. "ºCuando cumple sus compromisos!", acotan irónicamente quienes se vieron chasqueados. Pero la artista, íntegra e impulsiva, no firma sus contratos antes del ensayo general o, más a menudo, hasta el final del concierto, cuando ella misma se ha comprometido. Es capaz de presentarse 50 veces en una temporada y casi ninguna en la siguiente. 

Daniel Barenboim la llama desde Chicago; Charles Dutoit, desde Montreal; Claudio Abbado, desde Berlín: quiere grabar con ella los conciertos de Beethoven. Myung-Whun-Chung prevé su presencia en Roma para enero de 1998, y señala orgullosamente: "¡Uno siempre se arriesga por Martha!" Entretanto, en Los Angeles, ¡Martha prepara el regalo de cumpleaños de un viejo profesor de piano que le ha cobrado afecto! Junto con el hijo del profesor, trabaja a escondidas en una transcripción para dos pianos de la Segunda sinfonía de Beethoven. 

Encuentro excepcional con una pianista que, por largo tiempo, esperó recibirse de médica y, probablemente, nunca se consoló por haber respondido al desafío de un mocoso de 5 años: "¡No sos capaz de sentarte al piano, Martha!" La niñita de 3 años se instaló frente al instrumento, del que nada sabía, y tocó de memoria una melodía que tarareaba su maestra. 

_En la Argentina, donde nació en 1941, su primer profesor en serio fue el temible Vincenzo Scaramuzza, quien formó a un pedagogo famoso: el padre del pianista y director de orquesta Daniel Barenboim, ¿no es así? 

_Probablemente le deba mi relación conflictual con el piano. A los 5 años, ya manifestaba una timidez enfermiza; era incapaz de pronunciar una palabra. Mi madre me acompañaba a las clases para anotar todos sus consejos. Scaramuzza me recibía tendiéndome la mano con un distanciamiento ceremonioso. El ritual se repetía cuando me marchaba. Si estaba insatisfecho conmigo, me decía en tono glacial, sin esbozar el menor ademán: "Hoy no merece que le dé la mano!". Era aterrador. 

Cuando tenía 6 años, pareció quedar satisfecho con uno de mis conciertos y me alzó en brazos para besarme. Instintivamente, lo rechacé en forma brutal. El telefoneó de inmediato a mi padre y le dijo: "Me rehúso a seguir enseñándole. ¡Me exprime como si fuera un limón, me saca todo y no me da nada!". Mi padre replicó sorprendido: "Pero maestro, Martha tiene apenas seis años..." "¡No! _contestó Scaramuzza_. ¡Su alma tiene cuarenta!" No soportaba que yo no vertiese una sola lágrima. Cada vez que me lanzaba un comentario desagradable, concentraba mi atención en la verruga de su labio superior para fingir serenidad.

Scaramuzza no carecía de sadismo para machacarle periódicamente a esa pequeñuela que era yo: "Mis alumnos se forjan como las espadas. Las de hierro se doblan, pero siempre terminan por recobrar su forma original. Las de acero empiezan doblándose para luego quebrarse de golpe. ¡Prefiero que mis alumnos se quiebren muy pronto!" A los 8 años, en vísperas de un concierto, modificó un centenar de indicaciones en la partitura que yo había preparado para poner a prueba mi resistencia. No ejecuté ninguna. No me quebró.
De niña, ya no me agradaban las exhibiciones, sobre todo las de los jueves en casa del señor Rosenthal, que mantenía una especie de salón musical. Por entonces, todos los grandes artistas que pasaban por Buenos Aires se encontraban allí; el menú incluía strudel y una vuelta a la pista de los pequeños genios locales. Yo corría a esconderme debajo de las mesas y Daniel Barenboim, 6 meses menor que yo, venía a sacarme de mi escondite. El adoraba mostrarse. 

_A los 10 años, su madre logró una audición con su ídolo, Friedrich Gulda, famoso por su pureza estilística, su excéntrica vestimenta de concierto, el modo en que mezclaba los géneros musicales y, sobre todo, porque no aceptaba alumnos. 

_Casi nos dio la espalda, diciendo: "¡Detesto a los niños prodigio!". Dos años después, viajando por Europa, oí que alguien me llamaba: "¡Arrrgerich!" Me volví: era Friedrich Gulda. Quedé muda, petrificada por el triste recuerdo que debía haber guardado de mí. "Escucha _me dijo_. Tengo problemas con una sonata de Beethoven que estoy preparando para mi próximo concierto. ¿No quieres seguirla, a mi lado, partitura en mano?" Me infundió confianza y, desde entonces, toqué para él con absoluta tranquilidad. Yo tenía 12 años, él casi me doblaba en edad y me había tratado como a una persona adulta, sin descuidar, empero, mi lado infantil. "¿Estás enamorada de alguien en la Argentina? _me preguntó_. En tal caso, no valdría la pena que vinieras conmigo a Viena." 

Al mes de enseñarme, Gulda me provocó: "Te creía dotada; temo haberme equivocado. Tienes cinco días para preparar "Gaspard de la nuit", de Ravel, y las Variaciones Abegg, de Schumann". ¿Un programa enorme? Fue un juego de niños. ¡El implacable Scaramuzza me había vacunado! 

_A los 16 años, con tres semanas de intervalo, ganó los concursos de Bolzano y Ginebra y quiso estudiar con Arturo Benedetti Michelangeli, el más intocable entre los grandes maestros.

_No salía de ningún conservatorio; había sido la única discípula de Friedrich Gulda; no había hecho nada de lo que hacía la mayoría de los pianistas. Esos concursos me permitieron hacer un balance. No fui a competir, sino a superarme a mí misma en una actitud de reencuentro y diálogo con otros músicos. Todavía hoy, cuando integro el jurado de un concurso, me río de las asignaciones de premios y me enriquezco escuchando colectivamente a otros.

_Estuvo tres años, entre los 20 y los 23, sin tocar el piano. ¿Qué le devolvió el gusto por él? 

_En 1964, la vida me atrapó y eso siempre es más hermoso que una carrera. Sin quererlo, me había casado y era madre. Ya casi no era pianista. Como hablaba varios idiomas, pensé en ser secretaria. Por consejo de mi madre, visité a Stefan Askenase, profesor del Conservatorio de Bruselas. El y su esposa irradiaban luz. Ambos me devolvieron el equilibrio. 

_¿Pero no al extremo de reconciliarla con los conciertos? 

_¡No exageremos! He dado más conciertos de los que he anulado. Sólo que no subo a un escenario para hacer un simulacro de sinceridad. Los aeropuertos, el stress, los remilgos mundanos, ese estado de no ser que se experimenta en el cuarto de hotel cuando se está solo frente a la hora fatídica, la culpa de no ver a mis tres hijas a causa de mis ausencias reiteradas, ¿cree usted que estos horrores integran una forma de arte? Cuando se trabaja en una oficina u orquesta, el entorno acepta que uno se enferme, se deprima o no esté en forma. Nosotros, los músicos, ¿deberíamos ser sobrehumanos para responder a las ideas que el público proyecta en nosotros? O, peor aún, ¿deberíamos engañarlo? 

Podría prescindir perfectamente de los conciertos. Son actos contrarios a la naturaleza. Es tan raro que haya placer en ellos... En escena, usted no actúa como si estuviera en su casa; no hace los mismos gestos con las manos frías, las rodillas trémulas y la nariz goteando. Su interpretación se modifica. A esto se añade el peso de las miradas puestas en usted, el efecto de la masa que lo observa y lo juzga. 

No soporto verme prisionera de una programación, yo que vacilo y tanteo constantemente. Nunca digo francamente que sí o que no. Lamento la época dichosa en que el intérprete que triunfaba en un lugar se instalaba allí y ofrecía todo su repertorio, como una fiesta. En los años cincuenta, Arthur Rubinstein se quedó tres meses en América del Sur. ¡Dio 25 conciertos sucesivos! Hoy, cuando nos aprecian, nos citan para dentro de tres años. Tengo pesadillas.

_¿Pesadillas de pianista? 

_¡Permanentemente! Por ejemplo, la orquesta aguarda, de brazos cruzados, a que yo ataque una obra que jamás he escuchado en mi vida. Todos tienen la partitura. Todos, menos yo. Este tipo de pesadillas terminan con una sucesión telescópica de aeropuertos, hoteles y escenarios, mientras me persigue la policía. 

_¿Por qué abandonó los recitales para dedicarse exclusivamente a los conciertos, las obras para dos pianos o piano a cuatro manos y la música de cámara? 

_He tocado demasiado como solista... Allí se encuentran las páginas más hermosas del repertorio pianístico. Allí me embriagué..., pero, bueno, no hay nadie que nos sostenga en escena, que nos inspire. Es un sufrimiento. Ya no sé... Sólo sé que nada reemplaza a la música de cámara, sus juegos, los desafíos que nos lanzamos, las bromas mutuas, las armonizaciones conmovedoras, esta solidaridad. Conmigo de nada vale montar "golpes" de programadores asociando algunos nombres famosos. Sólo alcanzo esta respiración natural de la música tras un trato prolongado con mis compañeros... 

_En su repertorio, no se percibe ninguna directriz. 

_¡Ninguna! ¡Como siempre, es caótico! Me zambullo en cada partitura, sin método alguno. Al parecer, uno se estructura profundizando un lenguaje. Nunca lo he logrado. Ataco y trituro la partitura en todos los sentidos del término. Tal estropicio desesperaba a uno de mis maridos, el director de orquesta Charles Dutoit, un hiperactivo: "Progresa de manera lógica, Martha. Prueba a abreviar o eludir los pasajes menores", me instaba. Pero, a menudo, con ellos yo hacía mi guisito personal. .

Bernard Mérigaud (Traducción de Zoraida J. Valcárcel) 

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