En cualquier rama, es una de las artistas argentinas más reconocidas en el exterior. Hace 13 años que no toca aquí. No lo hará en lo inmediato, pero se reunirá con la Sinfónica Nacional en su próxima gira japonesa.
El tango es indiscutido embajador nuestro en el país oriental, pero
contados intérpretes clásicos han sido oídos allí: Bruno Gelber, Martha
Argerich, Manuel Rego, Eduardo Delgado (todos pianistas), la organista
Adelma Gómez, los guitarristas Ernesto Bitetti e Irma Costanzo. Jamás
una orquesta sinfónica argentina.
La Nacional, dirigida por Pedro Ignacio Calderón, llevará obras de
Ginastera y Piazzolla, de los españoles De Falla y Rodrigo, del checo
Dvorak y de los franceses Berlioz y Ravel. De este último tocará Martha
Argerich como solista el Concierto en sol (piano y orquesta), además del Bolero . Ella, mítica primera figura mundial en su instrumento, ofreció estar presente.
Pese a que Argerich es una de nuestras artistas más notables, su
silencio de prensa hace que rara vez escuchemos de ella más que bellos
sonidos musicales. Solicitada por el cronista, le ha telefoneado desde
su casa en Bruselas, entre viajes a Londres, Estados Unidos e Israel.
-Desde su concierto con la Filarmónica en el Colón, en julio
de 1986, dirigida por Simón Blech, este que hará en Tokio el 25 de mayo
será su primer encuentro con orquestas argentinas. ¿Cómo lo siente?
-Me alegró muchísimo poder acordarlo con Calderón y con la Orquesta
Sinfónica, y espero una ocasión futura que me lleve a la Argentina. Pero
eso no depende sólo de mí...
-Tuve ocasión de oírla en el Concierto en sol, de Ravel, y sé
que es una de sus obras favoritas. Siempre causa gran efecto el dúo
piano-orquesta, y casi todos los pianistas lo prefieren al recital
unipersonal. ¿Es su caso?
-Desde hace años elijo, si puedo, tocar música de cámara, que es un
diálogo con otros músicos que ofrece mucha riqueza. Tocar sola es a
veces temible. Nadie nos sostiene en escena. La soledad nos desampara.
-¿Y el diálogo con la orquesta?
-Teóricamente, el solista conversa con el director, pero éste debe
contar con el conjunto de la orquesta, expuesto siempre a una falla que
rompe la fluidez de la obra y, por ende, el diálogo ideal. En un trío o
cuarteto el entendimiento es mucho más seguro. Amo esa manera de hacer
música.
-¿Tuvo alguna vez miedo de intérprete ?
-Ciertas obras lo causan a veces. Y ciertos públicos.
-¿Los más exigentes por su cultura?
-Puede ser al revés. Por ejemplo, en los Estados Unidos las reacciones
son uniformes, previsibles. En Nápoles son tan distintas que parecen de
diferentes públicos. En cada recital esperan el resultado de ese
momento, sin que los influya el recuerdo de los anteriores. Juzgan cada
momento y no se atienen a la figura o al prestigio del concertista. En
Polonia vivo una intensa expectativa mutua. Allí el público y yo nos
acechamos, igual que en la Argentina. Los ingleses o los alemanes son
más previsibles.
-¿Cómo siente el papel del intérprete?
-No puedo definirlo, pero siento que debe descubrir aspectos que no han
exhibido otros ejecutantes, a veces ninguno. La música no es como la
matemática, inmutable. Cada autor exige un compromiso distinto. Uno se
compromete más con Bach, con Beethoven o con Debussy que con otros
autores de dimensión espiritual menos rica.
-Como en la vida, unos seres nos exigen más que otros. Entre
sus autores más frecuentados hay también diversos niveles de exigencia.
Por ejemplo, Chopin, Liszt, Schumann.
-Es claro: Chopin era más clásico y los otros dos, menos controlados.
¡Cuidado con Bach! Hay quien lo siente mecánico o matemático, pero su
núcleo emotivo es de cuño romántico, y no lo abandona casi nunca. Eso
compromete al intérprete.
-Martha, ¿usted se considera romántica?
-Otros lo saben más que yo misma. Pero sin escapar a la pregunta,
confieso que siempre me recuerdo estando enamorada... Y, además, me casé
varias veces. ¿Eso da patente de romántico? Si se trata de autores, me
conquistan los que lograron el dominio total del piano, pero también los
que inquietan. Tal vez es tan natural en mí como conservar el cabello
largo y suelto. Pero no dejo de interpretar a Prokofiev, burlón, ácido y
travieso, casi un antirromántico. Tal vez coincido con los que tratan
el piano como a mí me gustaría hacerlo si fuera compositora.
-¿Acaso lo ha intentado?
-Eso es privadísimo... (ríe). Trato de tocar bien, de entender lo que
contiene y sugiere cada obra, de ser fiel a sus intenciones. Me siento
feliz cuando puedo conseguirlo.
-Preferir es también juzgar. ¿Lo siente así?
-No me atrevo a ser juez, si eso es mirar desde lo alto con la
pretensión de saber más. Lo que sí quiero es conseguir que la música
llegue a los oyentes sin trabas, con más claridad que exotismo y estilo
personal.
-¿Tuvo o tiene modelos?
-¡Es natural! Desde Rachmaninov, Cortot, Horowitz o Gulda hasta
Rostropovich, que no es pianista, he aprendido algo de todos y no sé a
quién debo más.
-¿Conoció las grabaciones de Friedrich Gulda y Chick Corea, y sus travesuras jazzísticas?
-Por supuesto. Cuando las grabaron, yo estuve junto a ellos...
-¿Envidiándolos?
-¿Por qué no?
-Hace unos diez años le pregunté a Claudio Arrau si creía
posible obtener del piano, después de Debussy, Ravel, Prokofiev y
Bartok, resultados inéditos. Tras un largo silencio, respondió: "No lo
creo si se trata del piano tocado normalmente, no con martillazos o
cuerdas alteradas". ¿Cuál es su opinión?
-Yo creo, en cambio, que Olivier Messiaen lo ha conseguido sin recurrir a
otros medios que los normales. El inventó o descubrió no sólo armonías y
ritmos insólitos, sino técnicas especiales. Aprendí a dominarlas cuando
tocamos y grabamos con Alexander Rabinovitch las alucinantes Visiones
del Amén, llenas de paroxismos rítmicos de otros sistemas sonoros, como
el de la India, y el que usan los pájaros en sus cantos, además de las
sugestiones de colores y de perfumes que no pueden lograrse con la
escritura pianística tradicional. Yo pienso que el piano no agotó su
mensaje.
-¿Le piden en alguna parte que toque las obras de Messiaen?
-El no es el único autor que permanece oculto para casi todos los
oyentes de conciertos. Por suerte, hay muchos discos con obras suyas.
Más que seguidores o alumnos, ha cosechado nuevos pensadores de la
música. El público llega más tarde, pero llega.
-Si en Japón la aplauden mucho, será justo añadir un bis. ¿Ha pensado en alguno?
-Puesto que también actuará con la Nacional el bandoneonista Daniel
Binelli, me gustaría tocar en dúo con él alguna pieza de Piazzolla.
¿Podría usted ayudar a que lo hagamos?
El periodista puesto a mensajero buscó a Binelli, que enseguida trabajó
sin tregua hasta confeccionar dos arreglos para bandoneón y piano -uno
de ellos, de Adiós, Nonino- que podrán ser estrenados en Tokio si los
oyentes nipones piden bises a Martha Argerich. ¿Alcanzará con esos dos?
Nacida en Buenos Aires el 5 de junio de 1941, Martha
Argerich fue destinada (por su madre) y predestinada (por su talento
natural) a ser una gran música. Formada por el maestro napolitano
Vicente Scaramuzza, brilla en la constelación de sus cien discípulos
(entre ellos, Antonio de Raco, Valdo Sciammarella, Bruno Gelber, Sylvia
Kersenbaum), que justifican referirse a la Escuela Argentina de Piano
como a la de violín, forjada por Ljerko Spiller.
Antes de los 7 años, Martha fue presentada en recitales, y a los 8 era
solista con orquesta (conciertos de Mozart y Beethoven). A los 14,
comenzó su perfeccionamiento con Francisco Amicarelli, Friedrich Gulda,
Nikita Magaloff y Arturo Benedetti Michelangeli. A los 16, conquistó el
primer premio en los certámenes Busoni y de Ginebra, y a los 24, el
Chopin, en Varsovia. Desde entonces está en la primera fila de los
pianistas contemporáneos. No busquemos si en el primero, en el segundo o
en el tercer lugar...
No es sólo una especialista (lo que a veces encubre algunas
limitaciones), aunque descuella en Liszt, Schumann, Chopin, Ravel y
Prokofiev. Sonido pleno, tanto suave como fuerte, articulación que
resuelve todo escollo, integridad de la frase en un ritmo precipitado
tanto como en uno lentísimo. Independencia de manos para obtener
sonoridades diferentes. Y mucho más.
Casada varias veces, es madre de tres hijas, vive en Bruselas y viaja
por todo el mundo. La última vez que actuó en Buenos Aires lo hizo a
beneficio del Centro de Investigaciones Médicas, fundado por el doctor
Abraham Finkelstein. Tocó en el Colón, en julio de 1986, dirigida por
Simón Blech, tres conciertos: el número 2 de Beethoven, el número 1 de
Liszt y el número 3 de Prokofiev. Salió ocho veces a agradecer aplausos y
se despidió con De países y gentes extrañas, de las Escenas infantiles,
de Schumann.
Napoleón Cabrera
La vida y la música
La Nación Revista
Domingo 26 de abril de 1998
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