El público ovacionó a la pianista Martha Argerich, que se presentó con dos de los ganadores del concurso que lleva su nombre.
Ella camina hacia el Oeste. En el fondo de la calle, la torre colonial de la Iglesia de San Francisco se recorta contra la montaña. Ella camina distendida, con un amplio vestido folk, y conversa con un amigo. La cruza una pareja de turistas, presumiblemente estadounidenses y casi seguro en la ruta de Machu Picchu (Salta está llena de turistas). La joven, rubia, de pelo corto y rigurosas bermudas color caqui, le dice a su compañero, también rubio –aunque de pelo más largo– y con bermudas color caqui: “¿Esa no es Martha Argerich?”. “No, no puede ser”, contesta él. Martha Argerich, sin embargo, camina en la tarde salteña hacia el ensayo general del concierto que, en la Casa de la Cultura, la reunirá con dos de los ganadores del concurso que lleva su nombre y con la Orquesta Sinfónica de la provincia, que dirige el venezolano Felipe Izcaray.
Que
la pianista tal vez más importante en la historia de la interpretación
de su instrumento después de Clara Wieck de Schumann toque en una
provincia argentina (ya lo había hecho pocos días antes en Mendoza)
cuando hasta hace cuatro años ni pisaba Argentina –es decir, lo hacía
pero de incógnito y para visitar a su padre– es un misterio. O, por lo
menos, un signo evidente de que algo cambió en su relación con el país
en el que vivió hasta los catorce años y en el que recibió su primera
formación pianística.
Martha
Argerich, que entre 1986 y 1999 no había tocado en Argentina, desde
entonces llega puntualmente cada año y, además, en 2003 pudo realizar la
segunda edición de su concurso, impulsado por Cucucha Castro, que había
debido suspenderse con anterioridad debido a las dificultades
económicas del Teatro Argentino de La Plata, que era el lugar donde iba a
realizarse. Esta vez el concurso fue en el Colón y parte del posterior
periplo de la pianista por este país tiene que ver con acompañar (y
jerarquizar) las actuaciones en el interior que forman parte del premio
de los galardonados. El auditorio de la Casa de la Cultura de Salta,
lleno hasta los rincones y con sillas agregadas en los pasillos, recibió
entonces al brasileño Sergio Monteiro y a la rusa Oxana
Mikhailoff–Mackov, además de la estrella, que tocó una versión
electrizante y, como siempre, diferente a la de cada vez anterior, del
tercer concierto de Prokofiev.
La
orquesta, con una altísima proporción de jóvenes y de mujeres, además
de extranjeros de las procedencias más diversas, fue formada por
concurso y, cada tres años, sus integrantes deben revalidar sus cargos.
Homogénea en casi todas sus filas y con algunos muy buenos
instrumentistas, como los solistas de clarinete y de flauta, tuvo en
este caso la difícil tarea de seguir a tres solistas con características
interpretativas sumamente diferentes.
La
vehemencia de Monteiro, la apabullante precisión de Mikhailoff–Mackov y
la genial imprevisibilidad de Argerich (ensayó a un tempo y tomó otro,
más veloz, en el concierto) fueron, eventualmente, un buen pretexto para
que este organismo tan joven como cargado de futuro y su director
demostraran su adaptabilidad y, sobre todo, su oído. Algunos momentos,
como el canto de la fila de cellos en el segundo movimiento del
Concierto Nº 2 de Rachmaninov (que tuvo a Mikhailoff–Mackov como
solista), el contrapunto de las maderas en el Concierto Nº 5 de
Beethoven (con Monteiro en el piano) y el fenomenal impulso logrado en
la obra de Prokofiev tuvieron una gran altura.
En
esa última obra, además, Argerich volvió a asombrar con algo que, más
allá de lo que corrientemente podría considerarse una gran
interpretación, sólo puede explicarse como un toque mágico. En todo
caso, nadie como ella logra tal conjunción entre liviandad y fuerza,
entre elegancia y sutileza por un lado –con detalles inconcebibles en
matices mínimos– y potencia expresiva y explosión dinámica por el otro.
La gigantesca ovación y las numerosas salidas de pianista y director y,
después, de los tres solistas juntos, concluyeron con un bis de Argerich
(una sonata en Re Menor de Domenico Scarlatti) y con uno de sus
mohínes: en su última salida, como para indicar que ya no lo haría más,
acarició y le dio un besito al piano.
Diego Fischerman
Cultura Página 12
23 de septiembre 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario