Entrelíneas / Por Pablo Sirvén
Asombrosa fisiología del aplauso
Disquisiciones sobre esa gozosa manía humana por batir palmas
Es la invención humana más sencilla, pero al mismo
tiempo la que tal vez tenga mayor cantidad de significaciones, incluso
de las más contradictorias, y sin embargo se sobreentiende perfectamente
a escala planetaria. Y eso que tanto sirve para alabar como para
condenar y acompaña de igual modo a la alegría y al enojo.
Se trata, nada más y nada menos, que de hacer chocar entre sí, con cierto ritmo, las palmas de las manos.
Su aparición se pierde en la noche de los tiempos, y más que devenir de
una pauta cultural impuesta o aprendida se diría que es una conducta
instintiva instalada casi como acto reflejo en el ser humano, a juzgar
por la actitud de los bebes de pocos meses, que lo hacen sin que nadie
se los haya enseñado cuando están divertidos o ansiosos por algo.
El aplauso, artefacto sencillo y poderoso a la vez, se cultiva en las
antípodas más inesperadas: tanto puede sonar virtuoso y espontáneo tras
un concierto como grotesco e inducido cuando lo demanda el sospechoso
“aplausómetro” de la televisión. Con su idéntica melodía manual recibe a
los novios en su fiesta de casamiento como despide en su última morada
al ciudadano ilustre que acaba de morir. Tanto refrenda la algarabía
futbolera en agradecimiento por una buena jugada como retempla los
espíritus sufridos de las marchas de silencio que buscan esclarecer
oprobiosos crímenes. Y tanto puede marcar el ritmo de una canción de
moda como detonar uno de los también ahora de moda “escraches”.
Llamador doméstico, a falta de timbre; forma más práctica de encontrar a
padres de niñitos perdidos en la playa; clarísima manifestación de
impaciencia cuando una función de lo que sea se demora en arrancar más
de la cuenta; el aplauso une a especímenes vivos en apariencia tan
disímiles como la foca que chasquea sus aletas delanteras sin ser muy
consciente de ello y nuestros legisladores, que tampoco lo fueron cuando
aplaudieron a rabiar el default del anterior (¿y próximo?) presidente
de la República. Y lo recibe por igual el cómico de chiste gruesísimo
como el más refinado director de orquesta.
Es increíble que un gesto tan mínimo, tan económico y, obviamente, tan a
la mano de cualquiera pueda abarcar y querer decir tanto.
Si el escrutinio de un comicio expresa en diferido la suma individual de
las voluntades de cada uno de los electores, no debe haber un gesto más
genuino de democracia directa que el de una concurrencia aplaudiendo,
todos juntos y sin ponerse de acuerdo, con vigor o con desdén, de manera
sostenida o magra, a un artista determinado.
El aplauso gusta manifestarse con infinitas variantes: puede que estalle
como un volcán y sorprenda a los propios ejecutantes cuando sus manos
decidan antes que sus cerebros enrojecer sus palmas como tributo a una
actuación memorable, o, por el contrario, paguen con la misma moneda a
una figura opaca haciéndolo sonar fugaz y displicente como limosna
insultante. El aplauso, en su mucha o poca intensidad, es soberano y lo
dice todo: no hay explicación posible que pueda contradecirlo.
Desde hace un par de semanas venía reflexionando sobre esta verdadera
maravilla humana, y decidido a ratificar en la práctica lo que se me
representaba tan claramente en teoría, puse proa hacia el Templo del
Aplauso, el sitio argentino y tal vez del mundo donde mejor se cultiva,
con los más ricos matices, el arte de aplaudir: el Teatro Colón. Y elegí
una ocasión más que especial donde ese fenómeno pudiese estar
particularmente potenciado: la función clausura del tan ponderado
Festival Martha Argerich, en la noche del sábado de la semana pasada.
El clima era ideal para que la comprobación resultase sumamente
satisfactoria: impresionaba ver la sala como nunca y desbordada hasta el
paraíso. Se sumaban a los habitués del Primer Coliseo, caracterizados
por su sobriedad y sapiencia musical, espectadores accidentales atraídos
por los muy comentados prodigios de la célebre pianista argentina y del
vigoroso director suizo Charles Dutoit.
Primera curiosidad: termina el movimiento inicial de la Obertura
Carnaval Romano, de Héctor Berlioz, y el público no especializado y
minoritario –¡horror!– osa aplaudir, genuinamente arrobado por la
altísima performance de la Filarmónica de Buenos Aires que la firme
batuta de Dutoit hizo subir hasta niveles jamás transitados. Aplauso
ahogado, claro, de inmediato por los severos chistidos de abonados y
otros frecuentadores de la sala que reservan sus energías para el final
de la obra, cuestión de no desconcentrar a los intérpretes en medio de
ella. Porque si hay algo que caracteriza al aplauso del Colón, además de
la calidad notable de su amplia gama de matices, es su sostenida
duración. Y, en efecto, ni bien sonó la última nota de la obertura, ahí
sí público lego y experto unieron sus palmas para arrullar a los músicos
luego de tan dura faena.
Resulta interesante observar las distintas formas de aplaudir según cada
quien: la más habitual es palma cruzada contra la otra que logra un
chasquido contundente, menos metálico que el de puntitas de dedos contra
dedos, que suena más distante y cauto. Hay quienes prefieren ahuecar
palmas y así conseguir un sonido grave que también sabe hacerse notar, y
los histriónicos que los acompañan con todo el cuerpo, meneándose en el
asiento o poniéndose directamente de pie y extendiendo sus brazos hacia
delante y hacia arriba para acercar sus aplausos –y los consabidos
bravos de los más eufóricos– a quienes aclaman.
A propósito del Teatro Colón, su director, Gabriel Senanes –cordial
anfitrión de esa velada–, define al aplauso como “esa utilísima
combinación de huesos, músculos, arterias y nervios que arman y animan
los dedos y las palmas” y que como el ser humano es “un bicho muy raro”
termina emocionándose cuando ese ruido le está dirigido.
Faltaba aún el “test” mayor: ver cómo reaccionaría ese mismo público al
momento en que la propia Martha Argerich entrara en operaciones. Poco
amiga de los desafíos fáciles, la pianista eligió el complejo y no muy
conocido Triple Concierto en do mayor, Opus 56, de Ludwig van Beethoven.
Ya el aplauso inicial, a su ingreso en el escenario, anticipaba la
apoteosis que embargó a toda la sala tras el último compás.
Allí se hizo perceptible la “buena mano” del público para graduar como
es debido el aplauso: primero fue un torrente indescriptible que obligó a
saludos reiterados –también de la violinista Dora Schwarzberg, el
violonchelista Mark Drobinsky, Dutoit y el resto de la orquesta–, mas
luego, cuando abandonaron el escenario, lejos de apagarse el aplauso, se
convirtió en río manso pero sostenido que obligó a nuevas salidas y
saludos.
Es que en ningún otro lugar que no sea el Teatro Colón el aplauso se
expresa con tal persistencia, convicción y fortaleza. Muy poco dada a
los bises, el público de aquella memorable noche veló sus palmas para
que el aplauso no se acallara, hasta tanto Argerich revisara esa
actitud. Cansada y feliz de salir y entrar tantas veces en el escenario,
mientras los aplausos se acompasaban informalmente casi como en un
recital de rock y sin expresar un solo síntoma de agonía, al fin cedió y
sus milagrosos dedos volvieron a acariciar las teclas del piano.
El aplauso, claro, como toda invención humana, también se presta a
malversaciones. Y como genera contagio, la tentación de inducirlo es muy
fuerte. El empresario teatral Carlos Rottemberg señala al respecto que
en los teatros Maipo y Tabaris siempre se ubicaban en un mismo palco una
suerte de “punteros” que entonaban al público con aplausos prematuros
que finalmente arrastraban al resto de la concurrencia.
En los programas con público de la televisión, que es un ámbito que no
conoce de mayores sutilezas, hay productores detrás de cámara que con
gestos dominantes o con carteles que dicen directamente “aplausos”
ordenan a la concurrencia cuándo batir palmas.
Elixir de artistas, políticos y deportistas, es la mejor paga que
reciben las personas de perfil bien alto, cualquiera sea su disciplina.
Por eso, como decía Pipo Mancera en sus archifamosos “Sábados
circulares”, para ellos no hay nada mejor que un “¡¡¡fuerte ese
aplauso!!!”.
"Entre líneas"
Pablo Sirven
02 de diciembre 2002
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