sábado, 24 de enero de 2015

"Asombrosa fisiología del aplauso"


Entrelíneas / Por Pablo Sirvén 

Asombrosa fisiología del aplauso
Disquisiciones sobre esa gozosa manía humana por batir palmas


Es la invención humana más sencilla, pero al mismo tiempo la que tal vez tenga mayor cantidad de significaciones, incluso de las más contradictorias, y sin embargo se sobreentiende perfectamente a escala planetaria. Y eso que tanto sirve para alabar como para condenar y acompaña de igual modo a la alegría y al enojo. 

Se trata, nada más y nada menos, que de hacer chocar entre sí, con cierto ritmo, las palmas de las manos.

Su aparición se pierde en la noche de los tiempos, y más que devenir de una pauta cultural impuesta o aprendida se diría que es una conducta instintiva instalada casi como acto reflejo en el ser humano, a juzgar por la actitud de los bebes de pocos meses, que lo hacen sin que nadie se los haya enseñado cuando están divertidos o ansiosos por algo.

El aplauso, artefacto sencillo y poderoso a la vez, se cultiva en las antípodas más inesperadas: tanto puede sonar virtuoso y espontáneo tras un concierto como grotesco e inducido cuando lo demanda el sospechoso “aplausómetro” de la televisión. Con su idéntica melodía manual recibe a los novios en su fiesta de casamiento como despide en su última morada al ciudadano ilustre que acaba de morir. Tanto refrenda la algarabía futbolera en agradecimiento por una buena jugada como retempla los espíritus sufridos de las marchas de silencio que buscan esclarecer oprobiosos crímenes. Y tanto puede marcar el ritmo de una canción de moda como detonar uno de los también ahora de moda “escraches”. 

Llamador doméstico, a falta de timbre; forma más práctica de encontrar a padres de niñitos perdidos en la playa; clarísima manifestación de impaciencia cuando una función de lo que sea se demora en arrancar más de la cuenta; el aplauso une a especímenes vivos en apariencia tan disímiles como la foca que chasquea sus aletas delanteras sin ser muy consciente de ello y nuestros legisladores, que tampoco lo fueron cuando aplaudieron a rabiar el default del anterior (¿y próximo?) presidente de la República. Y lo recibe por igual el cómico de chiste gruesísimo como el más refinado director de orquesta.

Es increíble que un gesto tan mínimo, tan económico y, obviamente, tan a la mano de cualquiera pueda abarcar y querer decir tanto. 

Si el escrutinio de un comicio expresa en diferido la suma individual de las voluntades de cada uno de los electores, no debe haber un gesto más genuino de democracia directa que el de una concurrencia aplaudiendo, todos juntos y sin ponerse de acuerdo, con vigor o con desdén, de manera sostenida o magra, a un artista determinado. 

El aplauso gusta manifestarse con infinitas variantes: puede que estalle como un volcán y sorprenda a los propios ejecutantes cuando sus manos decidan antes que sus cerebros enrojecer sus palmas como tributo a una actuación memorable, o, por el contrario, paguen con la misma moneda a una figura opaca haciéndolo sonar fugaz y displicente como limosna insultante. El aplauso, en su mucha o poca intensidad, es soberano y lo dice todo: no hay explicación posible que pueda contradecirlo. 

Desde hace un par de semanas venía reflexionando sobre esta verdadera maravilla humana, y decidido a ratificar en la práctica lo que se me representaba tan claramente en teoría, puse proa hacia el Templo del Aplauso, el sitio argentino y tal vez del mundo donde mejor se cultiva, con los más ricos matices, el arte de aplaudir: el Teatro Colón. Y elegí una ocasión más que especial donde ese fenómeno pudiese estar particularmente potenciado: la función clausura del tan ponderado Festival Martha Argerich, en la noche del sábado de la semana pasada. 

El clima era ideal para que la comprobación resultase sumamente satisfactoria: impresionaba ver la sala como nunca y desbordada hasta el paraíso. Se sumaban a los habitués del Primer Coliseo, caracterizados por su sobriedad y sapiencia musical, espectadores accidentales atraídos por los muy comentados prodigios de la célebre pianista argentina y del vigoroso director suizo Charles Dutoit. 

Primera curiosidad: termina el movimiento inicial de la Obertura Carnaval Romano, de Héctor Berlioz, y el público no especializado y minoritario –¡horror!– osa aplaudir, genuinamente arrobado por la altísima performance de la Filarmónica de Buenos Aires que la firme batuta de Dutoit hizo subir hasta niveles jamás transitados. Aplauso ahogado, claro, de inmediato por los severos chistidos de abonados y otros frecuentadores de la sala que reservan sus energías para el final de la obra, cuestión de no desconcentrar a los intérpretes en medio de ella. Porque si hay algo que caracteriza al aplauso del Colón, además de la calidad notable de su amplia gama de matices, es su sostenida duración. Y, en efecto, ni bien sonó la última nota de la obertura, ahí sí público lego y experto unieron sus palmas para arrullar a los músicos luego de tan dura faena. 

Resulta interesante observar las distintas formas de aplaudir según cada quien: la más habitual es palma cruzada contra la otra que logra un chasquido contundente, menos metálico que el de puntitas de dedos contra dedos, que suena más distante y cauto. Hay quienes prefieren ahuecar palmas y así conseguir un sonido grave que también sabe hacerse notar, y los histriónicos que los acompañan con todo el cuerpo, meneándose en el asiento o poniéndose directamente de pie y extendiendo sus brazos hacia delante y hacia arriba para acercar sus aplausos –y los consabidos bravos de los más eufóricos– a quienes aclaman. 

A propósito del Teatro Colón, su director, Gabriel Senanes –cordial anfitrión de esa velada–, define al aplauso como “esa utilísima combinación de huesos, músculos, arterias y nervios que arman y animan los dedos y las palmas” y que como el ser humano es “un bicho muy raro” termina emocionándose cuando ese ruido le está dirigido. 

Faltaba aún el “test” mayor: ver cómo reaccionaría ese mismo público al momento en que la propia Martha Argerich entrara en operaciones. Poco amiga de los desafíos fáciles, la pianista eligió el complejo y no muy conocido Triple Concierto en do mayor, Opus 56, de Ludwig van Beethoven. Ya el aplauso inicial, a su ingreso en el escenario, anticipaba la apoteosis que embargó a toda la sala tras el último compás. 

Allí se hizo perceptible la “buena mano” del público para graduar como es debido el aplauso: primero fue un torrente indescriptible que obligó a saludos reiterados –también de la violinista Dora Schwarzberg, el violonchelista Mark Drobinsky, Dutoit y el resto de la orquesta–, mas luego, cuando abandonaron el escenario, lejos de apagarse el aplauso, se convirtió en río manso pero sostenido que obligó a nuevas salidas y saludos. 

Es que en ningún otro lugar que no sea el Teatro Colón el aplauso se expresa con tal persistencia, convicción y fortaleza. Muy poco dada a los bises, el público de aquella memorable noche veló sus palmas para que el aplauso no se acallara, hasta tanto Argerich revisara esa actitud. Cansada y feliz de salir y entrar tantas veces en el escenario, mientras los aplausos se acompasaban informalmente casi como en un recital de rock y sin expresar un solo síntoma de agonía, al fin cedió y sus milagrosos dedos volvieron a acariciar las teclas del piano.

El aplauso, claro, como toda invención humana, también se presta a malversaciones. Y como genera contagio, la tentación de inducirlo es muy fuerte. El empresario teatral Carlos Rottemberg señala al respecto que en los teatros Maipo y Tabaris siempre se ubicaban en un mismo palco una suerte de “punteros” que entonaban al público con aplausos prematuros que finalmente arrastraban al resto de la concurrencia. 

En los programas con público de la televisión, que es un ámbito que no conoce de mayores sutilezas, hay productores detrás de cámara que con gestos dominantes o con carteles que dicen directamente “aplausos” ordenan a la concurrencia cuándo batir palmas. 

Elixir de artistas, políticos y deportistas, es la mejor paga que reciben las personas de perfil bien alto, cualquiera sea su disciplina. 

Por eso, como decía Pipo Mancera en sus archifamosos “Sábados circulares”, para ellos no hay nada mejor que un “¡¡¡fuerte ese aplauso!!!”.
"Entre líneas"
Pablo Sirven
02 de diciembre 2002

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