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Última sesión del Festival Martha Argerich por
la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por Charles Dutoit,
con la participación de la pianista Martha Argerich, la violinista Dora
Schwarzberg y el violoncelista Mark Drobinsky. Programa: Obertura
“Carnaval romano”, de Berlioz; Triple concierto Op. 56 en Do mayor, de
Beethoven; “Preludio a la siesta de un fauno”, de Debussy, y “Cuadros de
una exposición”, de Mussorgski-Ravel. En el Teatro Colón.
Nuestra opinión: muy bueno
Como si concentrara su potencial interpretativo al cabo de una semana
variada e intensa en expresiones musicales, el Festival Argerich reunió a
algunos de sus mejores elementos para que el final luciera más
brillante.
Y de hecho lo fue en gran parte, con obras sinfónicas y concertantes que
demostraron –una vez más– que por estos lugares hay músicos de gran
valía, a los que una batuta como la de Charles Dutoit puede apelar toda
vez que nos visite.
Esto es doblemente importante porque la corta estada de este valioso
director de otra manera hubiera podido producir resultados como los que
en esta sesión fueron evidentes. En primer lugar, con la Obertura
“Carnaval romano”, de Berlioz, que pareció ser ejecutada por alguna de
las famosas orquestas extranjeras que nos suelen visitar, hecho que
merecería las reflexiones y conclusiones de quienes tienen la
responsabilidad de regir los destinos de conjuntos como la Filarmónica
de Buenos Aires.
El director suizo imprimió carácter definitorio a la célebre obertura de
“Benvenuto Cellini”, plena de impulso y colorido románticos, en la que
obtuvo un rendimiento óptimo de la variada paleta orquestal de Berlioz.
El contraste entre el tierno canto del corno inglés –una genuina
confesión amorosa– y el trasfondo orquestal a modo de frenética
algarabía popular con sus más variadas transformaciones tuvo traductores
válidos en los diferentes sectores instrumentales. Hubo pureza en las
cuerdas, precisión y mesura en la percusión; solos meritorios , además
de una trompetería exultante que hizo de esta obertura, conducida con
vigor y sutileza, una brillante carta de presentación.
Sin embargo, la noche final iba a ofrecer a los ávidos oídos de la
audiencia una muestra de excelencia superior. Fue al comenzar la segunda
parte del concierto, con el célebre “Preludio a la siesta de un fauno”,
de Debussy, que bien podría figurar en una antología de la Filarmónica.
El ensoñador clima sonoro logrado a partir del excepcional solo de
flauta que ejecutó Claudio Barile, cuyos inasibles arabescos tuvieron,
en su trazo sutil, la imponderable languidez que hubiera complacido al
poeta Mallarmé –inspirador del músico–, fue memorable.
El clima onírico de esta pieza magistral fue recreado por Dutoit con
toda la fluida sugestión de su sensualidad sonora; sus precisas
indicaciones gestuales, si bien nunca subrayan lo obvio, no pierden
detalle en cuanto a dinámica y expresión se refiere. Magnífica fue al
comienzo la blanda sonoridad del corno, la idealización sonora creada
por los arpegios del arpa contrapuesta a la voluptuosa expresión de las
maderas y, después, el solo de violín concertino (Haydée Francia), de
trazo dulcificante.
La lógica expectativa creada en todo este festival por Martha Argerich
se vio satisfecha en esta ocasión al aparecer junto a sus eventuales
copartícipes en el Triple concierto Op. 56, en do mayor, de Beethoven.
Junto a ella y la Filarmónica, la violinista Dora Schwarzberg y el
violonchelista Mark Dobrinsky abordaron esta obra, una verdadera
sinfonía concertante, con convicción y esmero. Notoria fue, sin embargo,
la seguridad técnica y el dominio estilístico exhibidos por la pianista
respecto del exigido desempeño del violín y el chelo (dejando de lado
las veces en que la desafinación de éstos deslució sus intervenciones).
El estilo vigoroso, marcial casi, y los giros enérgicos del violín y el
chelo, así como la intervención del piano, crearon un clima camarístico
que, si bien respondió al carácter de la obra, hubiera necesitado
algunos ensayos más para una mejor interacción del trío.
El piano, por su parte, dialogó con la orquesta en un mejor plano de
igualdad y relevancia sonora respecto de las cuerdas cuando éstas
debieron hacerlo.
La apoteosis final
El violonchelista Drobinsky tuvo en el Largo central un excelente
desempeño por su cálida comunicatividad, seguido por un violín que sonó
melodioso e introdujo a sus colegas en el Rondó alla polacca, final en
el que los tres instrumentistas alcanzaron idéntico peso específico,
junto a una orquesta rítmicamente ajustada, lográndose así un brillo
particular.
Por supuesto, fue “Cuadros de una exposición” el cierre que garantizaría la apoteosis final.
El vibrante tema inicial de la trompeta daría comienzo a un desfile de
visiones sonoras evocadas por los más diversos timbres instrumentales en
lo que los bronces y las maderas destacarían en “Gnomus” y “El viejo
castillo” y las cuerdas con sus “pizzicatos” pondrían la nota de
algarabía al “Ballet de los polluelos”, o bien las cuerdas y la trompeta
crearían un contrapunto elocuente en el episodio de Goldenberg y
Schuyle. “La gran puerta de Kiev”, con desusado esplendor, despertó la
ovación final.
Estruendosa ovación
La estruendosa y prolongada ovación del final no tuvo bis, pero una
lluvia de pétalos cayó sobre los músicos de la Filarmónica y el propio
Dutoit. En cambio, sí hubo bis al final de la primera parte del
concierto, en la que Argerich compartió la escena con la violinista
Schwarzberg y el chelista Drobinsky. Una y otra vez debió volver a
escena con ellos, y lo hizo con aire habitual, sonriente, pródiga en
gestos y mohines. Alguien le acercó desde la platea un ramo de rosas; al
tomarlas hubo un gesto de dolor. Una espina. Esto disipó la espera de
un bis, hasta que alguien pidió desde un palco que ella tocara sola...
Entonces se volvió y puso su índice sobre la boca en gesto elocuente. La
respuesta fue el último movimiento de Beethoven.
Héctor Coda
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