Encuentro en Berlín con una de las grandes figuras de la música de nuestro tiempo
Cecilia Scalisi - El enigma Argerich
Revista La Nación - Publicado en edición impresa
Domingo 17 de noviembre de 2013
Fotografía Thomas Bartilla
La dueña del misterio. Rebelde e indescifrable, Martha Argerich es uno de los grandes talentos de la múscia de esta era. Sus admiradores le declaran una pasión mística. Un encuentro en Berlín repleto de magia
BERLÍN.- A Martha -Martita, como cariñosamente la
llaman sus amigos o, por contraste, la tigresa del piano, como alguna
vez la bautizaron, por esa libertad felina y ondulante de la que es
dueña-, no le agrada la formalidad de una entrevista ni la tienta la
vanidad de hablar sobre sí misma. Prefiere, en cambio, la naturalidad y
la sorpresa, el margen de la incertidumbre que le deja la espontaneidad,
tal como en la interpretación de la música, en sus momentos más libres e
inspirados.
Enigmática y cautivante, apasionada y a la vez
etérea, tan escurridiza como un copo de espuma al viento, accede, a
pesar de esa reticencia que siempre la ha caracterizado, a una inusual
entrevista con la Revista, una suerte de plano secuencia real, en el
cual deja entreabierta una ventana al mundo que la rodea, al interior de
lo que vive y siente la pianista -la más fascinante de nuestro tiempo-,
envuelta en la exaltación de sus actuaciones y el fervor que le
devuelve la gente. Un reportaje hecho a su modo y medida, como un
continuum con la forma de una espiral que va del contorno al corazón de
las cosas, del afuera al adentro y del bullicio a la quietud.
Las
localidades se han agotado varios meses antes. Por los alrededores de la
Filarmónica de Berlín deambulan impacientes los esperanzados en
conseguir un ticket para poder escuchar a Martha Argerich en el primer
concierto de la temporada. En el foyer crece el murmullo de la
muchedumbre y la expectativa a medida que el público avanza como
elegante torbellino en un laberinto de escaleras. Mientras tanto, en las
entrañas del emblemático teatro amarillo (el coloso alemán que Karajan
hizo erigir en los 60 como un estandarte de Occidente de cara al muro
que dividía la ciudad), todo se alista para dar inicio a una velada
inolvidable.
Martha ha llegado hace un par de días a la ciudad
para protagonizar dos esperados conciertos que son, además, el
reencuentro con su viejo amigo Daniel Barenboim, a 17 años de la última
presentación a dúo, eligiendo nuevamente la Filarmónica de Berlín como
escenario para ese nuevo hito en la historia de una amistad que los une
desde la infancia. Ha ensayado con el maestro en su propia casa y ha
repasado el concierto de Beethoven, el número 1, junto a la orquesta -la
Staatskapelle- en un ensayo general de la mañana anterior.
"Nadie
sabía si yo iba a venir o no, porque no me sentí muy bien. Estuve
bastante mal este año. Pensaba dejar de tocar el piano... completamente.
No sé cómo pasó esto, quién dijo de poner una fecha y esas cosas. Nadie.
Simplemente se decidió. Las cosas pasan de una manera en la que uno
nunca sabe bien cómo ni por qué. Pensaba dejar de tocar definitivamente.
Pero me recuperé, volví y aquí estoy." Todos listos y ella, deseosa y
concentrada para dar lo mejor de sí.
Como director anfitrión,
Barenboim la conduce de la mano desde el camarín hasta el centro de la
escena. En cuanto su perfil asoma, reconociéndose el inconfundible
contorno de su vaporosa melena y una silueta sigilosa, radiante, vestida
completamente de negro, el público estalla en un clamor sin par. Saluda
sobria, retribuye la reverencia de su amigo y en un gesto de humildad
agradece la bienvenida con la expresión de su rostro. Luego de la
ovación, el silencio. Y a continuación de esa espera, finalmente la
música. El concierto transcurre cristalino, perfecto, y en el envión
brillante del final de Beethoven, otra vez el aplauso, el estallido del
público resonando con sus bravos, ahora más feliz y eufórico que antes.
"Argerich
es única. Es completamente diferente", se oye repetir en la platea,
cambiando la inflexión o el matiz de las palabras, pero subrayando
siempre esa condición mágica por la cual sus admiradores le declaran una
pasión mística. No sólo por la originalidad de su talento prodigioso,
sino también por su naturaleza, rebelde e indescifrable, Martha Argerich
es una leyenda, aunque reniegue de ese título que le suena presuntuoso y
ajeno.
Detrás de escena
De regreso a su camarín, otro espectáculo diferente: una pequeña
multitud se concentra a la espera de un saludo, de un autógrafo en el
programa, la tapa de un disco o una partitura. Ella, entretanto, se
reserva un instante de soledad para disfrutar de un cigarrillo. La gente
aguarda, intercambia impresiones y se pregunta si podrá hablarle o
tomarse una foto de recuerdo. Cuando finalmente aparece, fluctuante como
una ola que sube y baja, entra y sale de su camarín, una y otra vez
asediada en los pasillos, inicia una conversación en francés o alemán
por aquí, retoma un contacto en castellano por allá... Y en el medio de
ese remolino que la sigue como un enjambre, la perplejidad de los que
admiran con respetuosa distancia.
"Ya no quiero tocar conciertos
porque me cansan los viajes. Me cansa pensar en las valijas, los
vestidos, la ropa que tengo que planchar", comenta sobre esa vorágine
que poco tiene que ver con la música, mientras firma autógrafos y sonríe
para una foto instantánea. Está contenta, exultante, el concierto ha
sido un éxito y ella ha estado espléndida en el escenario."Pero la gente
me hace las mismas preguntas y eso me aburre. Me aburre hablar de mí.
No lo encuentro interesante."
Vuelve a su sitio y cierra la puerta
por un rato, se refresca con una bebida y ordena papeles sobre el piano
de estudio, cubierto de flores y partituras de Schumann, Schubert y
Ginastera. Luego, descansa en un sofá y retoma el tema.
"Es que no
me gusta hablar de mi vida. Prefiero enterarme de otras cosas y
aprender de los demás. Aparte, no soy narcisista ni estoy tan encantada
conmigo", admite. "Depende de cómo estoy y cómo me siento, en general
recibo a mucha gente después de los conciertos, sólo que me hacen
preguntas y eso no me gusta."
Hace una pausa y piensa -tal vez- en
algo que sí le agrada: "Disfruté de este concierto. Fue muy placentero.
Los días anteriores estuve en casa de Daniel y lo pasamos fantástico
tocando juntos, comiendo, charlando. Me encantó tocar. No sé precisarlo,
pero me sentí feliz. Quedé impresionada con la orquesta. Cuando estaban
terminando el primer tutti, me dije: ¡¿qué voy a hacer yo frente a esta
orquesta fantástica?! Ya los había escuchado antes. Sin embargo, esta
noche me deslumbraron. Es verdad que lo que uno transmite emocionalmente
en el escenario depende del repertorio. Nunca se puede prever. Eso es
lo fascinante. A veces, lo que sienten las personas desde afuera no
coincide con el momento del que está tocando. Pero no quiero hablar de
esta obra porque tengo que volver a tocarla."
Golpean la puerta,
alguien se asoma y avisa que comienza la segunda parte. El público ha
regresado a la sala y ya se recobró el silencio. Martha se dispone a
volver, ahora como público, entrando de incógnito a una última línea de
platea. Se ensimisma en la butaca, se cobija en su larga cabellera y con
sutiles movimientos de la mano, va dibujando la impresión que le
producen unas grandiosas obras sacras de Verdi que suenan imponentes
como una catedral. Algunos la reconocen, pero la música impide cualquier
gesto. Al final, suspira y se dice en voz baja, como para sus adentros:
"Daniel es un misterio de la vida, desde chico siempre lo ha sido". Y
antes de que nadie atine a acercarse, se escabulle en las bambalinas
atestadas de gente y corre a felicitar a su amigo por la conmovedora
actuación.
"Cada vez lo admiro más, no sólo como músico, sino
también como persona. ¡Me encanta el camino que tomó! Es rarísimo...
Nunca conocí a nadie con semejante capacidad." Y otra vez al refugio de
su camarín, donde recibirá un nuevo aluvión de saludos y demostraciones
de afecto, hasta bien avanzada la noche, hasta que no quede nadie o al
menos hasta que decida que es hora de ir a cenar y celebrar con amigos
un día que fue grandioso.
Al día siguiente tocará por primera vez
en la Konzerthaus de Berlín. El mismo ritual en la entrada y en el
público que aplaudirá a rabiar. Muchas horas antes ya está probando la
sala. Llega temprano para estudiar la acústica -"todas las salas son
distintas, siempre hay diferencias en el sonido y en lo demás",
explica-. Repasa el mismo concierto de Beethoven que sabe con los ojos
cerrados, ensaya cada pasaje, lo deletrea lento para cuidar que ninguna
nota se le escape y después, de repente, se dispara a una velocidad de
la que sólo ella es capaz. Los técnicos, mientras tanto, comienzan a
armar el escenario con atriles y partituras de orquesta, encienden
monitores, prueban luces y ordenan cada detalle para que todo salga como
lo previsto. Ella logra abstraerse a todo ese movimiento y seguir allí,
solitaria dentro de la música, como en una burbuja imaginaria que la
protege angelicalmente.
Satisfecha con las horas que lleva
ensayando, recoge sus partituras y le propone a esta cronista salir a
tomar aire fresco, ver algo de la tarde desde el Gendarmenmarkt, la
plaza más bella y elegante de Berlín. Al cabo de un recorrido, abriendo y
cerrando puertas, comparte una charla de ocasión en la que comenta
-como si nada- que en 2014 volverá a tocar en Buenos Aires después de
casi diez años (ver aparte); que Daniel tuvo la idea de repetir el dúo
en el Colón y que ella aceptó, no por una necesidad propia, sino porque
se lo pidió su amigo. "Me gusta ir a Buenos Aires, pero no para tocar.
Estuve en noviembre y no toqué. Sí me encanta, en cambio, ir al
interior." Una vez en la calle, la humedad que ha dejado la lluvia de la
mañana le hace reconsiderar el plan y entonces, otra vez en el
edificio, vuelve a recorrer los pasillos en busca de una habitación en
la que pueda fumar. Encuentra una sala agradable en el semisubsuelo. Las
ventanas están bien altas. Desde allí abajo, la vista da al empedrado
de la plaza, se ve el paso de los transeúntes y algún que otro retazo de
cielo a través de los árboles. Nada llega aquí del barullo exterior,
sólo una luz delicada queriendo despuntar en el espesor de una tarde
gris. Por un momento, todo se vuelve calma sin ese frenesí que
habitualmente la acompaña. Camina, enciende un cigarrillo y recorre el
cuarto en silencio hasta que por fin se posa serena frente a la luz de
la ventana.
"Dejar de tocar no es dejar la música. ¡La música,
nunca! Pero los conciertos, los viajes, las personas.", enumera con
tedio. "Cuando uno se dedica a esto, no hay nada más. Como si no
existiera nada más en la vida. Yo ya no tengo mucho tiempo por
delante... Soy vieja y me gustaría tener la posibilidad, todavía, de
respirar otras cosas. Lo que deseo no es algo de otro mundo, ¿no?",
interroga complaciente. "Sería duro, pienso, porque no soy buena para
los proyectos. Soy una persona cambiante, aunque mis amigos dicen que
no, que represento siempre la misma historia y que hace treinta años
digo las mismas cosas, aclarando cada vez que ésta es la que va en
serio. No me doy cuenta de eso", se justifica con sonrisa
condescendiente. "¡Ese es el problema de los conciertos! Para saber qué
otras cosas deseo de la vida, necesito tiempo para averiguarlo, para
pensar y desear. En definitiva -resume, encogiéndose de hombros con el
gesto de un niño-, sólo deseo lo mismo que ansían todas las personas
cuando se ponen grandes: un poco más de libertad."
De nostalgias y recuerdos
"Ayer nos acordábamos con Daniel de tantas historias de cuando éramos
chicos, anécdotas, cosas personales. Mi mamá lo adoraba. Siempre me
decía ¿por qué no sos como él, Martha? ¡Vos tendrías que dirigir! Nos
acordamos mucho de nuestras mamás.", y se suspende, en un silencio
contenido, con la mirada puesta en el infinito a través de la ventana.
Hermanos de la vida. Con su gran amigo, Daniel Barenboim, a quien conoce desde niña y con quien comparte los más distinguidos escenarios.
"Me
fui de la Argentina en el 55. Volví a los 20 cuando murió mi abuelo.
Más tarde, después del premio de Varsovia. Otra vez volví con (su ex
marido, Charles) Dutoit; ya estaba embarazada. Después ya no volví. Me
fui y no volví durante 14 años, aunque todavía estaba mi padre. Mi mamá
estaba en Europa acompañándome. Siempre estuvo conmigo. Se murió en
París y la extraño tanto a mi mamá. Como todas las madres, era quien más
me criticaba, pero quien más me sostenía. Fue la persona que más me
sostuvo a lo largo de la vida." Un nuevo silencio y se retira de la
ventana para encender otro cigarrillo.
"Pero vine a Berlín a
tocar. Lo que pasa es que me encuentro con tantas nostalgias.Tengo
nostalgia de un gran amigo que murió, una persona especial a la que
extraño. Sin él la ciudad no es lo mismo para mí. Lo conocí cuando vine
por primera vez. Tenía 17 años. ¡Y ahora tengo 72!", suspira. "Menos mal
que no salimos., está lloviendo", observa asomándose al vidrio,
contemplando la tarde más fría y oscura".
"También siento eso con
Ginebra, porque viví allí desde los 14 años -cuenta, manteniendo la
vista quieta en el plomizo cielo-. ¡Y con Buenos Aires, claro! Donde
tenía amigos, gente que iba conociendo en el exterior y reencontraba al
volver: Cucucha Castro era una de ellas, Fincki -el Dr. Finckelstein-, a
quien tanto quería, y también mi hermano, que murió hace 10 años cuando
iba a cumplir 57. La vida va cambiando y a mi edad uno empieza a
encontrarse con las ausencias, y me pasa lo que a todo el mundo: como
uno no logra superar esas tristezas, simplemente las vive", reflexiona
en voz muy baja.
"Viví poco en Buenos Aires, pero en una época
extraordinaria. Había gente muy interesante que creaba un clima especial
en la Argentina. No sé qué pasó después. Algo cambió. La música era de
un nivel fantástico, iban las grandes figuras del mundo: Rubinstein,
Backhaus, Gieseking, Arrau. ¡Los vi tocar a todos ellos!", añora,
mientras recorre el cuarto ayudándose a despejar la melancolía que por
un instante le embargó la voz. "Ahora no sé cómo es. Creo que no tiene
nada que ver... Una de las primeras veces que fue Rubinstein, dio un
concierto extraordinario. Estaba con su manager, el viejo Quesada. ¡Allí
mismo organizaron 25 conciertos para la temporada siguiente! Todo debe
haber tenido más sabor, hablo en general, no sólo de la Argentina. Las
cosas no eran tan burocráticas e impersonales, todo se decidía de
acuerdo con lo que pasaba en el encuentro con el público. Había más
emoción y encanto. Hoy, los organizadores quieren estar seguros con una
anticipación tan absurda que la vida parece no tener importancia".
"Con
el maestro Scaramuzza teníamos la conciencia de esa época. Yo me siento
su hija musical. Allí estudiábamos y jugábamos con Bruno (Gelber), el
Muni, como le decía su mamá. ¡Éramos tan chiquitos y compinches! -se
ríe-. Bueno, sigo siendo infantil en mi manera de ser, aunque los niños
pueden ser muy serios. Bruno fue mi verdadero compañero. Íbamos juntos
al Colón porque su papá tocaba la viola en la orquesta. Con él
compartimos la infancia. Lo quiero y como pianista me fascina.
"¡Son
unos cretinos!, nos gritaba el maestro a los alumnos. Me acuerdo de una
señora que venía en tranvía. Tardaba horas en llegar. Los miércoles, el
que llegaba primero empezaba a tocar. Esta señora que hacía un viaje
interminable, una vez allí, cedía su turno a otro. Cuando tocaba ése, se
lo cedía al próximo y así con todos hasta que terminaba la clase. Se
volvía a su casa sin haber tocado una nota. ¡Tal era el terror que le
tenían! Él se dirigía a nosotros como si fuéramos adultos ¡y éramos unos
niños! Una vez se enojó fuertemente conmigo. No recuerdo por qué. Mis
padres fueron a hablarle.
-Maestro, es una nena de 6 años.
-¡Será una nena de 6 años, pero su alma es de 40!
"Scaramuzza
era de Géminis, como yo", agrega con picardía, como si el signo del
zodíaco de los gemelos, que representan las dos caras de una misma
moneda, le hubiese dado una ventaja más allá del talento prodigioso que a
todos deslumbraba. "Tengo muchísimos recuerdos. Me acuerdo de una vez
que fuimos a visitarlo después de haber tocado un concierto de Mozart en
Radio El Mundo. Bajó las escaleras de su casa y ¡fue tal la impresión
que me causó! Nos miró serio, y con esa voz seca y adusta, respirando
entrecortado con su aparatito para el asma, dijo:
-Hoy tuve un día espantoso. Después encendí la radio y la escuché a usted. Eso me hizo casi feliz."
En
la calle, el mismo remolino de ayer y de siempre frente a las puertas
del teatro. Y antes de despedirse, en la penumbra de lo que queda de la
tarde, comparte una última reflexión sobre la música; antes de volver al
brillo de la escena donde se convertirá en esa tigresa del piano por la
que sus admiradores deliran, y dar un nuevo giro a esa espiral que la
acerca y la aleja, que la lleva de la superficie al corazón de las
cosas.
"La música es un misterio. Es tan misteriosa como el amor.
Es un mundo aparte, tan intangible como espontáneo, creo, porque les
habla directo a nuestras emociones. No sé describir qué sentimos cuando
tocamos o escuchamos. Una vez vi un film de los kamikaze en la Segunda
Guerra Mundial. Me impresionó saber que muchos de esos chicos de 17 o 18
años pedían escuchar música -una Sinfonía de Tchaikovski o de
Beethoven- antes de cumplir con su misión. Es tremendo pensar que una
persona que sabe que va a morir, pida la música como su último deseo. La
música nos transporta, nos saca de nosotros mismos, nos pone en un
paréntesis que ya no es nuestra vida. Creo que tiene el don de hacernos
salir del tiempo, del tiempo y de nuestra propia vida. Y eso es un
misterio formidable."
En Buenos Aires
Martha Argerich volverá a tocar en Buenos Aires el año próximo. Y nada menos que el Teatro Colón será el escenario donde la pianista estará acompañada por la Orquesta West-Eastern Diván, dirigida por su amigo Daniel Barenboim.
El repertorio estará compuesto por el Concierto para piano y orquesta
N° 1 en Do mayor, Op 15, de Beethoven, y piezas de Ravel. La función
será el domingo 3 de agosto, a las 17, y anticipan que significará el
punto de partida para una serie de presentaciones, entre las que se
destacan un dúo de pianos Argerich-Barenboim programado para el martes 5 de agosto.
Cecilia Scalisi - El enigma Argerich
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Domingo 17 de noviembre de 2013
Fotografía Thomas Bartilla
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