Martha Argerich, una de las más grandes pianistas de la historia, a la altura de Clara Schumann según la revista especializada francesa Diapason, conversó con Pablo E. Chacón haciendo gala una vez más de su afamada personalidad magnética.
Martha Argerich nació en Buenos Aires el 5 de junio de 1941. Comenzó a
estudiar piano a los cinco años con Vicente Scaramuzza y Ernestina
Kursrow, famosa por enseñar a tocar de oído; tres años después dio su
primer concierto, en el que interpretó a Mozart y Beethoven. Su maestro
indiscutido sigue siendo Friedrich Gulda, con quien estudió en el
Conservatorio de Viena. Es amiga de la infancia del director de orquesta
y pianista argentino-israelí Daniel Barenboim. En 1965 obtuvo el primer
premio en el certamen internacional más importante: el Federico Chopin,
que se realiza en Varsovia. Antes, en 1957, había ganado el primer
premio en Bolzano (declarado desierto los siete años precedentes) y en
Ginebra. También recibió dos Grammy, el premio Clarín Espectáculos 2003,
el Konex Brillante y el de Platino, además del Viotti de Oro de Italia y
el Premio Internacional Arturo Benedetti Michelangeli. Se presentó como
solista junto a las más renombradas orquestas del mundo. Además fue
condecorada por el gobierno de Francia con la Orden de Méritos
Artísticos y Culturales, nombrada miembro de la Academia Santa Cecilia
de Roma. Desde 1998, ejerce la dirección general del Festival Musical
Beppu Argerich. Es hija de argentinos de varias generaciones por parte
del padre y de rusos (Heller) por vía materna. Se ha dicho de ella que
en vivo tiene "el magnetismo de una estrella de rock".
Es la
única intérprete capaz de imponer condiciones al mercado, la que grabó
siempre lo que quiso y en el sello discográfico que quiso, la que no
toca cuando no tiene ganas (o cuando se lo impide la burocracia política
y sindical argentina), famosa por su temperamento, estos días, sin
embargo, se muestra como es realmente: frágil; frágil como somos todos.
Su voz, tímida, casi inaudible, contrasta con los estallidos súbitos de
sus carcajadas y con la soberbia posición que toma sentada frente al
piano. El tono con el que habla, su acento indefinible en el que se
pierden las consonantes, intermitentes, es casi un susurro, una
confesión aunque hable de cosas tan públicas como la cancelación de un
concierto ("es que no puedo vivir así, no me dejan descansar") o de su
fascinación por el fraseo de Friedrich Gulda, el minimalismo de Glenn
Gould o su propia madre:
Martha Argerich: Ella me
sacó de mi crisis cuando había dejado de tocar, en la época en que fui a
los Estados Unidos y estaba esperando a mi primera hija. Mamá quería
que me presentara al concurso de Bruselas y yo me di cuenta de que no
podía. No me presenté, no me daba el cuerpo, el alma, nada. Y me acuerdo
de esa noche. Me decía: "ya no sos una pianista. Fuiste una pianista,
pero ya no lo sos. Ahora tenés una hija, conocés algunos idiomas y podés
trabajar como secretaria". Y a mi mamá se le ocurrió llamar al señor
Stephan Askenaze, para quien yo había tocado en la Argentina, cuando era
chiquita. Y fueron ellos, él y su mujer, Annie —por eso se llama así mi
hija— los que me hicieron volver a tocar. Porque yo había dejado casi
completamente de tocar. Había estado un año y medio con Benedetti
Michelangeli y no había pasado nada. Ellos me dieron un poco de
seguridad. Fue en el mes de mayo, y en septiembre, creo, ya había tocado
un concierto. Me sacaron a flote, pero como siempre fue una idea de mi
madre.
¿Cómo era su relación con Gulda?
MA: Él era un revolucionario, y eso a mí me iba muy bien. A mí me atraían los pianistas que como él, hacían un repertorio clásico. Es extraño, porque después me volqué del otro lado, más hacia los románticos. Pero además, Gulda era un músico extraordinario; lograba una expresión máxima sin hacer ningún cambio de tempo, ni siquiera entre el primer y el segundo tema. Era tan inmaculado, y al mismo tiempo, tenía un sonido tan particular. No tenía nada que ver con lo que me decía Scaramuzza, que siempre hablaba del canto, de la expresión. Bueno, esa cuestión rítmica siempre me fascinó en Gulda. Scaramuzza insistía con el sonido redondo, y Gulda lograba muchas veces un sonido que podía resultar, cómo decirlo, desagradable, extraño para la gente. Eso me encantaba. Era como Gould, pero mucho menos neurótico.
¿Algún otro recuerdo juvenil?
MA:
Alguno que tal vez no resulte muy simpático ahora [risas]. Yo tenía
poco más de doce años, había tocado en el Teatro Colón y Perón me había
dado una cita en la residencia presidencial (cita que ni yo ni mi
familia habíamos pedido). Mamá preguntó si podía acompañarme y le
dijeron que sí, que por supuesto. Yo no era muy peronista. Me acuerdo
que siempre estaba pegando por todos lados papelitos que decían
"Balbín-Frondizi" (los líderes de la Unión Cívica Radical, entonces
opositora al peronismo). Perón me recibe y me pregunta: "¿Y adónde
querés ir, ñatita"? Y yo quería ir a Viena, a estudiar con Gulda. A él
sospecho que le gustó que no dijera que quería ir a estudiar a los
Estados Unidos. Pero lo más cómico fue que mi mamá, para congraciarse o
vaya a saber qué, le dijo que a mí me encantaría tocar en un concierto
en la UES (la rama estudiantil del peronismo). Y parece que yo debo
haber puesto una cara...porque Perón, que le seguía la corriente a mi
vieja, diciéndole, todo zalamero, "por supuesto señora, vamos a
organizarlo", mientras me guiñaba un ojo y por debajo de la mesa, me
hacía con un dedo que no. Él se estaba divirtiendo con mamá y eso me
tranquilizó. Se dio cuenta que yo no quería. Fantástico, ¿no?
Supongo...
MA:
Si hasta le dio un trabajo a papá. Lo nombró Agregado Económico en
Viena. Y a mamá le dijo que creía que ella también era muy inteligente,
emprendedora y capaz, y le consiguió otro puesto en la embajada [más
risas].
Es decir que la meritocracia viene de lejos.
MA: Desde siempre.
Las
carcajadas de Martha Argerich obligan a una pequeña suspensión de la
entrevista, que aprovecha para traer café y agua, y enjuagar, de paso,
el mal trago que tuvo que pasar a causa de las reivindicaciones
gremiales de los empleados del Teatro Colón, que se aprovecharon de su
trayectoria y visibilidad para hacer ruidosos sus reclamos, pero que
obligaron a trasladar dos de sus conciertos y varias presentaciones del
Festival que lleva su nombre a otros teatros de la ciudad: el corolario
fue su promesa de no tocar más en Buenos Aires mientras las actuales
autoridades municipales permanezcan en sus puestos.
MA: Papá y
mamá se conocieron en la facultad de Ciencias Económicas. Ella era once
años menor y era de una de las tres o cuatro mujeres que estudiaban ahí.
Papá era presidente de su partido, el radical, y mamá del suyo, el
socialista. Se conocieron, empezaron a pelearse y se enamoraron. Supongo
que en el fondo, aunque mamá no era tan crítica con el peronismo como
papá, porque estaba de acuerdo con algunas de las cosas que había hecho
Perón, como la jubilación, el voto femenino, que los trabajadores del
campo fueran tratados con mayor dignidad, a ninguno de los dos le hizo
mucha gracia que yo pudiera ir a estudiar y que ellos consiguieran
trabajo en el exterior gracias a Perón.
Es conocido el dossier de la revista francesa Diapason,
que calificó a Martha Argerich, de entre todas las pianistas de la
historia, como la única comparable a Clara Schumann. Es conocido también
el apoyo que ha dado a todas las iniciativas musicales que se ofrecen a
los jóvenes, centrales en su Fundación, así como la admiración que
tiene por las misiones musicales de Barenboim, como la orquesta
palestino-israelí que lo tiene como mentor, y que contó en su momento
con la colaboración económica e intelectual del crítico y ensayista de
origen palestino Edward Said. En cuanto a los formatos, su severa
impugnación del "espontaneísmo" y la "inspiración", sin embargo, no
llega al obsesivo nivel crítico a que sometió Glenn Gould ambos
conceptos, al punto de abandonar para siempre las presentaciones en
vivo.
MA: En la práctica, cada vez que toco algo lo hago de
manera distinta. Cuando retomo una obra, siempre veo cosas distintas. No
sólo cuando grabo: también en los conciertos. Siempre busco otras
cosas, hasta último momento. Pero rara vez escucho mis grabaciones. Si
tengo que volver a estudiar una obra que ya está grabada, entonces sí.
Los únicos discos propios que escucho son los de música de cámara,
particularmente la Sonata de Bartók que hice con Gidon Kremer. Pero no me reconozco en las grabaciones. Una vez un amigo me puso los Preludios
de Chopin diciéndome que era [Mauricio] Pollini. Yo lo escuché y dije:
"qué bien está tocado, me gusta mucho". Y era yo. No me había dado
cuenta. Desde el punto de vista psicológico, una de las cosas
interesantes que hacía Gulda era tratar de desarrollar la escucha de uno
mismo. Teníamos que oír juntos lo que había hecho y criticarme. Y
después, corregir. Cuando uno toca y después oye, la percepción es
totalmente otra.
¿Y sus compositores favoritos?
MA:
Beethoven, claramente; Bach, su polifonía, el virtuosismo de Paganini,
en violín antes que en piano. Al tercer concierto de Prokofiev le caigo
bien. A Schumann, creo que le caigo bien. Pero sin exagerar. Cuando en
un mismo concierto hacía la Sonata de Liszt y los Preludios
de Chopin, nunca me salían bien los dos: había alguno que estaba
celoso. Pero para volver: el violín, para mí es algo imposible. El piano
es un instrumento, es una ilusión: ahí están las teclas, hay que
tocarlas. Pero el violín... es la pura inmaterialidad. Gulda decía que
mi manera de tocar era hermafrodita. Una vez le preguntaron a Gidon
Kremer, excepcional violinista, si no tenía miedo de tocar conmigo, que
era tan masculina. El contestó que no: porque era muy femenino. Creo que
todos tenemos un poco de las dos cosas. -
Entrevista de Pablo E. Chacón
Enero 2006
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