jueves, 25 de diciembre de 2014

Colón: ¿apto para todo público? - Martha declaró que abrigaba esperanzas de que la música clásica abandonase su carácter elitista: "Por eso me gustaría que viniera gente que nunca asiste a conciertos" - Archivo La Nación (11 de noviembre de 2001)


Entrelíneas
Los intentos de abrir el horizonte chocan contra resistencias, justas y de las otras

Sergio Renán confiaba hace algunos años en conversaciones reservadas, poco después de asumir la dirección del Teatro Colón, que las principales resistencias a su idea de acrecentar el público de la ópera y la música clásica las había encontrado en el corazón de la comunidad musical. Es un sentimiento de rechazo arraigado en espíritus que, por tradición e ideología, son profundamente conservadores. 

Hay una escena que es muy frecuente en la sala del Colón, cada vez que se presenta alguna figura prestigiosa capaz de convocar la atención de un público nuevo, poco entrenado en los géneros de la música académica: segundos antes de que concluya la obra, los extranjeros que abarrotan las graderías más altas, llevados por el fervor y desoyendo viejos hábitos de conducta, se precipitan en un aplauso; la impetuosa celebración es abruptamente llamada a silencio, sin excepciones, por un chistido ensordecedor. Esa marca territorial dejada por los escandalizados melómanos tiene un poder simbólico fenomenal.


La cuestión de democratizar el acceso a la música culta cada tanto regresa a escena. Esta vez acaba de devolverla a los primeros planos de la información Martha Argerich, la excepcional pianista argentina que llegó a Buenos Aires para presentarse en un festival que desde anoche la tiene como su principal estrella. Durante una conferencia de prensa, la artista afirmó que abrigaba esperanzas de que la música clásica abandonase su carácter elitista: "Por eso me gustaría que viniera gente que nunca asiste a conciertos", resumió, y nadie podrá sospecharla de intenciones populistas.

Las expresiones de Argerich se escucharon apenas horas antes de que el Colón sirviera como escenario de una experiencia excepcional. Un ejército de artistas de variedades y de circo invadió la sala mayor del coliseo, anteanoche, durante la representación de una obra instrumental de Mauricio Kagel. En la partitura de "Varieté", el compositor argentino anota que su pieza instrumental puede aceptar una puesta en escena sólo si ésta incluye la presencia de magos, equilibristas, hipnotizadores, patinadores y bailarines exóticos. En los pasillos del teatro y durante los ensayos, artistas y maestros internos se preguntaron qué tipo de público tendría una experiencia tan inusual. No sería extraño que algunos habitués del teatro hayan percibido esa irrupción no tanto como una provocación estética sino como una amenaza.

Lo que hay que preguntarse es a cuál de estos dos riesgos teme con más fuerza el ala conservadora de la comunidad musical: el primero de esos peligros puede traer la vulgarización de los materiales artísticos y la pasteurización de los géneros musicales; el segundo entraña el debilitamiento de un espacio de pertenencia que esos sectores sociales protegen con el celo con que se defiende un coto de caza, en la certeza de que les concede privilegio y prestigio. Ambos riesgos son, al menos en parte, ciertos. 

El primero de ellos es un mal de esta época. La producción de megaespectáculos con la presencia de grandes estrellas (desde Julio Bocca hasta Zubin Mehta o Luciano Pavarotti) es muchas veces sospechosa, favorecida por estrategias de marketing que están lejos de cualquier interés artístico y muy cerca de réditos políticos. Los resultados llegan a ser bochornosos, con artistas que trituran repertorios populares o ensayan versiones enfáticas y grandilocuentes (y, por eso, de pobre envergadura artística) de hits de la lírica o la música sinfónica. 

En el otro platillo de la balanza está la vocación sincera por acercar esos géneros a oyentes nuevos, sin estridencias innecesarias, procurándole información rigurosa y educando su oído. Es una tarea más lenta, que desdeña artificios y golpes de efecto. Es menos visible, también, de modo que ese rasgo la vuelve incómoda o acaso inútil a los ojos de los funcionarios públicos y aun de los patrocinadores, que necesitan espectáculos pomposos que consoliden sus marcas y justifiquen así sus inversiones de marketing. 

El segundo peligro que vislumbran los habitués más ortodoxos de la música clásica abre un tema de debate bastante más complejo. En esa defensa del territorio propio no entran en juego consideraciones artísticas sino cuestiones sociales, ideológicas y de poder. Al fin, el ardor con que se protege ese espacio recuerda a veces el modo en que los monjes medievales custodiaban los manuscritos iluministas. Lo que estaba en juego entonces (y también ahora) era la apropiación del conocimiento, la belleza y el saber.

Por Víctor Hugo Ghitta

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