Entrelíneas
Los intentos de abrir el horizonte chocan contra resistencias, justas y de las otras
Sergio Renán confiaba hace algunos años en
conversaciones reservadas, poco después de asumir la dirección del
Teatro Colón, que las principales resistencias a su idea de acrecentar
el público de la ópera y la música clásica las había encontrado en el
corazón de la comunidad musical. Es un sentimiento de rechazo arraigado
en espíritus que, por tradición e ideología, son profundamente
conservadores.
Hay una escena que es muy frecuente en la sala del Colón, cada vez que
se presenta alguna figura prestigiosa capaz de convocar la atención de
un público nuevo, poco entrenado en los géneros de la música académica:
segundos antes de que concluya la obra, los extranjeros que
abarrotan las graderías más altas, llevados por el fervor y desoyendo
viejos hábitos de conducta, se precipitan en un aplauso; la impetuosa
celebración es abruptamente llamada a silencio, sin excepciones, por un
chistido ensordecedor. Esa marca territorial dejada por los
escandalizados melómanos tiene un poder simbólico fenomenal.
La cuestión de democratizar el acceso a la música culta cada tanto
regresa a escena. Esta vez acaba de devolverla a los primeros planos de
la información Martha Argerich, la excepcional pianista argentina que
llegó a Buenos Aires para presentarse en un festival que desde anoche la
tiene como su principal estrella. Durante una conferencia de prensa, la
artista afirmó que abrigaba esperanzas de que la música clásica
abandonase su carácter elitista: "Por eso me gustaría que viniera gente
que nunca asiste a conciertos", resumió, y nadie podrá sospecharla de
intenciones populistas.
Las expresiones de Argerich se escucharon apenas horas antes de que el
Colón sirviera como escenario de una experiencia excepcional. Un
ejército de artistas de variedades y de circo invadió la sala mayor del
coliseo, anteanoche, durante la representación de una obra instrumental
de Mauricio Kagel. En la partitura de "Varieté", el compositor argentino
anota que su pieza instrumental puede aceptar una puesta en escena sólo
si ésta incluye la presencia de magos, equilibristas, hipnotizadores,
patinadores y bailarines exóticos. En los pasillos del teatro y durante
los ensayos, artistas y maestros internos se preguntaron qué tipo de
público tendría una experiencia tan inusual. No sería extraño que
algunos habitués del teatro hayan percibido esa irrupción no tanto como
una provocación estética sino como una amenaza.
Lo que hay que preguntarse es a cuál de estos dos riesgos teme con más
fuerza el ala conservadora de la comunidad musical: el primero de esos
peligros puede traer la vulgarización de los materiales artísticos y la
pasteurización de los géneros musicales; el segundo entraña el
debilitamiento de un espacio de pertenencia que esos sectores sociales
protegen con el celo con que se defiende un coto de caza, en la certeza
de que les concede privilegio y prestigio. Ambos riesgos son, al menos
en parte, ciertos.
El primero de ellos es un mal de esta época. La
producción de megaespectáculos con la presencia de grandes estrellas
(desde Julio Bocca hasta Zubin Mehta o Luciano Pavarotti) es muchas
veces sospechosa, favorecida por estrategias de marketing que están
lejos de cualquier interés artístico y muy cerca de réditos políticos.
Los resultados llegan a ser bochornosos, con artistas que trituran
repertorios populares o ensayan versiones enfáticas y grandilocuentes
(y, por eso, de pobre envergadura artística) de hits de la lírica o la
música sinfónica.
En el otro platillo de la balanza está la vocación sincera por acercar
esos géneros a oyentes nuevos, sin estridencias innecesarias,
procurándole información rigurosa y educando su oído. Es una tarea más
lenta, que desdeña artificios y golpes de efecto. Es menos visible,
también, de modo que ese rasgo la vuelve incómoda o acaso inútil a los
ojos de los funcionarios públicos y aun de los patrocinadores, que
necesitan espectáculos pomposos que consoliden sus marcas y justifiquen
así sus inversiones de marketing.
El segundo peligro que vislumbran los habitués más ortodoxos de la
música clásica abre un tema de debate bastante más complejo. En esa
defensa del territorio propio no entran en juego consideraciones
artísticas sino cuestiones sociales, ideológicas y de poder. Al fin, el
ardor con que se protege ese espacio recuerda a veces el modo en que los
monjes medievales custodiaban los manuscritos iluministas. Lo que
estaba en juego entonces (y también ahora) era la apropiación del
conocimiento, la belleza y el saber.
Por Víctor Hugo Ghitta
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