Esta noche, la del primer viernes de octubre, Martha Argerich nos hizo sentir felices. Sin ese "casi" que farfulló alguna vez su severísimo maestro Scaramuzza. Repartió felicidad y nos otorgó la condición de afortunados, aunque haya ingresado rauda y resoplando mientras se encaminaba hacia el piano.
La había precedido la Sinfónica Nacional, que iniciaba su labor apenas pasados seis minutos de la hora señalada. El Luna Park estaba otra vez lleno, como en las grandes celebraciones de la música. Hasta el público cómplice cumplía con el protocolo de aplaudir la entrada del concertino. Todos sabíamos que no disfrutaríamos del mejor sonido en un teatro de conciertos porque entre los atriles ya estaban instalados los micrófonos. Y ni el piano pudo prescindir, después, del aparatejo colocado frente a sus cuerdas.
El Wagner del preludio de "Los maestros cantores" sonó imponente en el
pulso pesante marcado por el director, como quien le incorpora la cuota
de solemnidad requerida para recibir a un portento de la música.
Y el Beethoven de la famosa Quinta Sinfonía emergió vibrante en sus
oleajes, contrastes y explosiones. Ni siquiera importó que en esta
comunión íntima con la música, algunos inocentes del mundo de los
sonidos aplaudieran entre los tres movimientos de la obra.
De todos modos, los organizadores no habían anunciado un concierto. Su despiste estético les había dictado las palabras espectáculo y función. La comunión, en cambio, se produce cuando entre oyentes e intérpretes se instala la magia.
La despedida
Muchos pudieron haber pensado que Martha Argerich podía haber tocado en
el contexto de un estadio, el más popular Concierto Nº 1, en Mi menor,
que regaló dos días antes en el Teatro Colón. O el dos de Rachmaninov o
el uno de Tchaikovsky, ranciamente románticos ambos; o el tantas veces
vapuleado de Grieg, o el maravilloso de Schumann, al margen del
prometido y esperado en Sol, de Ravel.
Pero ella, un portento musical convertida hoy en fenómeno de masas,
prefirió el tres de Prokofiev. Sin duda, el más famoso y popular de los
cinco que escribió el virtuoso pianista y compositor ruso, pero uno de
los más difíciles, por no ser romántico, ya rechazado en su estreno en
Chicago de 1921 y devenido rotundo fracaso en su segunda ejecución en
Nueva York.
Porque los dedos de Martha Argerich producen milagros de musicalidad. El
sortilegio se adivina ya desde esas primeras notas suaves dictadas por
alguna vieja canción rusa, que florece en el clarinete, y después en las
flautas y violines. Y se instala cuando Martha arranca con esas
urgentes, endiabladas notas del Allegro. Es que da pasmo la inusitada
fuerza de esos pequeños dedos que desatan esta fantástica, arrolladora
toccata.
La musicalidad de Argerich no radica solamente en su impecable,
inexorable virtuosismo, capaz de arremeter con todas las variantes del toucher pianístico, sino en su respiración junto a la orquesta, aunque ella se constituya, sin querer, en su fulgurante auriga.
Como el propio Prokofiev ella es dueña de dedos de acero para estas
obras de bravura, y de un impulso irrefrenable que arrastra consigo, en
furiosos staccato, en octavas implacables a toda una orquesta. Pero es
capaz, también de entregarse al juego de los diálogos, de las réplicas;
de pergeñar sutilezas y finuras de increíble refinamiento, sea en
arpegios, en trinos, en pasajes de esfumatura , vaguedad y lejanía.
Es una gloria verla tocar. Como si el don lúdico le hubiera sido
otorgado por gracia infusa. Pero siempre naturalmente, sin pose, sin
exhibiciones, sin divismo. Sus tensiones, ataques e intensidades (como
diría Juan Carlos Paz) son interiores y sólo estallan en sus dedos, o se
visualizan subrepticiamente en un pie que marca el compás, o en los
breves movimientos de su cuerpo cuando escucha a la orquesta.
Los nuevos oyentes
Los jóvenes -ese nuevo público que ha suplantado a una generación pacata
empeñada en observarla de hito en hito- son hoy sus fervorosos
admiradores. Ellos admiran no al brillante objeto del éxito (que sólo se
mide por cifras) sino a la artista y al ser humano auténticos.
Incluida, por cierto, su bohemia. Ellos, estudiantes de música o simples
aficionados, no hablan de Argerich sino la llaman por su nombre,
Martha, como esa compañera de ruta que los guía hacia el centro del
proceso de la gestación musical.
Salvo el infaltable cholulaje, Martha Argerich no es un hecho social. Su
poder de convocatoria radica en su elan artístico. Es que, amen de no
defraudar jamás, su arte fenomenal nos transporta hacia otras
dimensiones, enteramente originales. Por eso no importa demasiado qué va
a tocar. Y si alguien pudo reclamarle algún compositor insoslayable,
Martha lo entregó en el único bis, una fascinante fuga de Bach.
Gestos
No le pidan protocolos. Apenas si los cumple a regañadientes. Ella sólo
desea compartir la música con quienes la aman de verdad. Buenos Aires se
inundó de afiches -¡oh milagro cultural!- con su rostro. Pero ella
seguirá tirándose el pelo hacia la izquierda o saludando apenas al
público, incómoda con los halagos, para conversar con su partenaire.
La Nación Espectáculos
30 de septiembre 1999
René Vargas Vera
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