jueves, 18 de diciembre de 2014

El arte y el terror - Archivo Diario La Nación (18 de octubre 2001)


Cuando la existencia toca fondo y las vidas se ven amenazadas, el arte puede parecer un empeño vacuo y fácilmente reemplazable por actividades o acciones de naturaleza práctica y orientación asistencial. El 11 de septiembre, la periodista Annie Dutoit vio desde la ventana de su departamento en Nueva York lo que todos vimos en la televisión de manera simultánea y desde los rincones más alejados de la Tierra negándonos a creer en aquello que se nos mostraba. 


Como les ocurrió a decenas de miles de personas en todo el mundo, la señorita Dutoit pensó inmediatamente que necesitaba comunicarse con sus padres y hacerles saber que ella no estaba en las Torres Gemelas, sino a una distancia suficientemente reparadora. En este caso particular, la madre de Annie es la pianista argentina Martha Argerich y el padre es el músico Charles Dutoit, un matrimonio que se rompió hace más de treinta años conservando, sin embargo, una amistad sostenida por la común pasión que a ambos envuelve: la música. 

Annie Dutoit contó maravillosamente la historia de ese día en un documento publicado por la revista argentina Clásica, arte y cultura, en su entrega del mes de octubre, pero la narración no detalla el desborde y el terror neoyorquino sino la íntima historia del matrimonio de sus padres a partir de las llamadas que en la mañana de aquel martes se cruzaron entre los tres. 

Y es aquí donde aparece la vacuidad que desencadena la tragedia. Dutoit, desde Australia, le dice a su hija que está a punto de ir a un ensayo, "pero me pregunto para qué, todo esto es tan insignificante ahora". Martha Argerich, desde Bruselas, musita: "Los únicos profesionales de utilidad en este momento son los médicos y los bomberos". 

La joven Dutoit, en el centro del drama, desestima esas opiniones; ella sabe que su madre siempre dudó del valor de su profesión y fue más una esclava de su propio genio que de una convicción insobornable, a la que, sin embargo, no renunció nunca. Sabe, además, que tanto ella como su padre deben presentarse en Nueva York para actuar juntos en un concierto en el Carnegie Hall y no ignora que ambos están profundamente afectados por lo que acaba de ocurrir. Martha Argerich se siente además indignada, en el relato de la revista Clásica le dice a su hija que hay mucha hipocresía en el mundo de la política y en las declaraciones altisonantes de los medios se declara harta "de esta fachada". Y añade que sólo sabe una cosa: "Sé que puedo confiar en mis fuerzas e intentar ser solidaria y tolerante con mis semejantes". 

"Estos son los valores -escribe Annie Dutoit- que siempre trató de inculcar en sus hijos: creer en una sociedad sostenida por individuos y no por principios abstractos, y cumplir con ella misma de la mejor manera posible". Y es lo que hizo. Al apelar a sus fuerzas, Martha Argerich volvió a confiar en el arte, siempre posible y generoso, aún en momentos en que las razones para vivir parecen perder pie.

Por Rodolfo Rabanal
18 de octubre 2001

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