Cuando la existencia toca fondo y las vidas se ven
amenazadas, el arte puede parecer un empeño vacuo y fácilmente
reemplazable por actividades o acciones de naturaleza práctica y
orientación asistencial. El 11 de septiembre, la periodista Annie Dutoit
vio desde la ventana de su departamento en Nueva York lo que todos
vimos en la televisión de manera simultánea y desde los rincones más
alejados de la Tierra negándonos a creer en aquello que se nos mostraba.
Como les ocurrió a decenas de miles de personas en todo el mundo, la
señorita Dutoit pensó inmediatamente que necesitaba comunicarse con sus
padres y hacerles saber que ella no estaba en las Torres Gemelas, sino a
una distancia suficientemente reparadora. En este caso particular, la
madre de Annie es la pianista argentina Martha Argerich y el padre es el
músico Charles Dutoit, un matrimonio que se rompió hace más de treinta
años conservando, sin embargo, una amistad sostenida por la común pasión
que a ambos envuelve: la música.
Annie Dutoit contó maravillosamente la historia de ese día en un
documento publicado por la revista argentina Clásica, arte y cultura, en
su entrega del mes de octubre, pero la narración no detalla el desborde
y el terror neoyorquino sino la íntima historia del matrimonio de sus
padres a partir de las llamadas que en la mañana de aquel martes se
cruzaron entre los tres.
Y es aquí donde aparece la vacuidad que desencadena la tragedia. Dutoit,
desde Australia, le dice a su hija que está a punto de ir a un ensayo,
"pero me pregunto para qué, todo esto es tan insignificante ahora".
Martha Argerich, desde Bruselas, musita: "Los únicos profesionales de
utilidad en este momento son los médicos y los bomberos".
La joven Dutoit, en el centro del drama, desestima esas opiniones; ella
sabe que su madre siempre dudó del valor de su profesión y fue más una
esclava de su propio genio que de una convicción insobornable, a la que,
sin embargo, no renunció nunca. Sabe, además, que tanto ella como su
padre deben presentarse en Nueva York para actuar juntos en un concierto
en el Carnegie Hall y no ignora que ambos están profundamente afectados
por lo que acaba de ocurrir. Martha Argerich se siente además
indignada, en el relato de la revista Clásica le dice a su hija que hay
mucha hipocresía en el mundo de la política y en las declaraciones
altisonantes de los medios se declara harta "de esta fachada". Y añade
que sólo sabe una cosa: "Sé que puedo confiar en mis fuerzas e intentar
ser solidaria y tolerante con mis semejantes".
"Estos son los valores -escribe Annie Dutoit- que siempre trató de
inculcar en sus hijos: creer en una sociedad sostenida por individuos y
no por principios abstractos, y cumplir con ella misma de la mejor
manera posible". Y es lo que hizo. Al apelar a sus fuerzas, Martha
Argerich volvió a confiar en el arte, siempre posible y generoso, aún en
momentos en que las razones para vivir parecen perder pie.
Por Rodolfo Rabanal
18 de octubre 2001
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