El festival: un megaconcierto con clima de recital íntimo
Desde la tarde hasta la noche -de 14 a 23-, la gran pianista ofreció una maratón musical junto a sus amigos y colegas
Desde las dos de la tarde hasta las once de la noche,
Martha Argerich transformó la gran sala del Teatro Colón en el intimista
living de su casa, para poder así compartir con más gente su cotidiano
placer de hacer música entre amigos.
Argerich recibió el cariño de su público. Miguel Méndez |
Mientras la ciudad estaba en plena ebullición y el sol resurgía con todo
luego de la tormenta del mediodía, alrededor de 2000 personas -en un
alto porcentaje eran jóvenes estudiantes de música- ingresaba en el
Colón para sumarse a la fiesta.
Se encontraban con el inmenso escenario del Colón vacío, con la campana
acústica instalada y con el piano de cola ubicado en la parte delantera.
A los dos costados, anticipando lo que vendría, se acumulaban el
segundo piano y unas cuantas sillas y atriles apilados. Más tarde,
alguien aportó cuatro inmensos jarrones con sendos arreglos florales con
la intención de "ocultarlos" un poco y "vestir" la escena.
Entonces, nada de luces ni fuegos artificiales, ni grandes despliegues
escénicos: sólo la música y los músicos amigos de Martha Argerich para
hacer que el tiempo transcurriera en forma amena y descontracturada. Así
fue como se sucedieron numerosos cambios de programa y, cosa poco usual
para los conciertos clásicos, abundaron los fluidos diálogos con el
público, que pudo ingresar a las partes I, II y III en forma gratuita.
La función comenzó con el pianista Ricardo Castro, quien interpretó
obras de Chopin y Heitor Villa-Lobos y continuó con la interpretación
del "Andante y variaciones" para dos pianos, dos chelos y corno, de
Schumann, a cargo de Argerich junto a Mauricio Vallina en el otro piano,
Víctor Aepli y Jorge Bergero en chelo y Fernando Chiappero, los tres
últimos solistas de la Camerata Bariloche.
Como ocurriría durante toda la jornada, Argerich tocó leyendo la
partitura y aportando su energía incontenible a la versión, que levantó
la primera ovación de la tarde.
Luego llegó uno de los momentos más inauditos -en el sentido literal del
término- de la jornada. La venezolana Gabriela Montero subió al
escenario y, con su simpatía caribeña, explicó que desde niña tenía la
costumbre de improvisar y que desde hace algún tiempo lo hacía a partir
de temas propuestos por la gente.
La venezolana no hace ni más ni menos que recuperar para la música
clásica una práctica ampliamente extendida durante siglos, pero
abandonada en la última centuria (Bach, Mozart y Beethoven fueron
célebres improvisadores, por ejemplo).
Con la "Marcha turca", de Mozart, y "El día que me quieras", de Gardel y
Le Pera, se pudo escuchar su notable habilidad en la materia, que
despliega a través del uso de un lenguaje armónico y pianístico
netamente romántico. Y cuando se lanzó a una nueva improvisación sobre
un vals de su país natal quedó en claro que Gabriela Montero también
tiene swing para la música popular. Fue notable la interpretación que
ofreció como cierre de su ovacionada presentación con la Sonata N° 1, de
Alberto Ginastera. Pocas veces se escuchó tanta calidad técnica unida a
un modo de interpretación que puso en primer plano el sustento "folk"
de la obra del compositor argentino.
Música por la paz
La segunda parte del megaconcierto tuvo como lema "En la tierra, paz y
amor", propuesto por el pianista argentino Eduardo Delgado a partir de
la fuerte conmoción que le produjo el atentado ocurrido en Nueva York en
septiembre último. Esa es la ciudad en la que está radicado. Por eso se
dirigió al público para explicar su estado espiritual. Después de
agradecer y recordar la circunstancia de haber sido el primer becario
del Mozarteum Argentino y que por ello pudo desarrollar su carrera en el
exterior y radicarse en los Estados Unidos, explicó las razones de la
selección de obras que iba a ejecutar de un modo continuado, a partir de
un coral de Bach, la "Danza de los espíritus bienaventurados", de
"Orfeo y Euridice", de Gluck; el nocturno de Chopin, las obras de
Schumann, una elevación al cielo y el interrogante ¿por qué? de toda la
humanidad; Piazzolla y, por fin, Guastavino, como un merecido homenaje
al compositor argentino fallecido el año último.
Más allá de la referencia programática de la selección, fue un deleite
escuchar a Delgado por la excelencia de sus versiones, cada una de ellas
con un encuadre estilístico impecable, sobrias y expresivas, con una
ejecución de mecanismo sin fisuras, de muy bello sonido y clarísima
articulación. Por eso fue ovacionado con entusiasmo.
Pero todavía faltaba que Delgado se amalgamara con Martha Argerich para
dar una inolvidable versión de los "Tres romances", para dos pianos, de
Carlos Guastavino, conformada por "Las niñas", "Muchacho jujeño"y
"Baile". Candor y delicadeza y un sonido subyugante fueron las virtudes
para entregar el lenguaje de un compositor que se destaca por la
simplicidad.
Atrapados por la música
Atrapados por la música
La tercera parte del megaconcierto comenzó pasadas las cinco y media de
la tarde, con la primera y breve entrada de Karin Lechner y el regreso
de Mauricio Vallina, con su apasionada interpretación de obras cubanas.
Martha Argerich ingresó nuevamente para acompañar al violinista suizo
Geza Hossu Legocky. El joven músico volvió a desplegar su virtuosismo "a
la Lakatos" con una breve y exhibicionista pieza de Kreisler,
"Tambourin chinese", que, por la insistencia del público, fue repetida
parcialmente a modo de bis.
A continuación, Karin Lechner hizo su aporte de fondo con una magistral
interpretación de "Iberia", de Albéniz, en la que mostró toda su madurez
como intérprete.
Un genial ensayo público
El cierre de la parte gratuita del megaconcierto permitió disfrutar de
la vitalidad y la simpatía de ese violinista loco y genial que es Ivry
Gitlis. Enfundado en un informal traje gris con cuello Mao, el
violinista entró como si efectivamente estuviera en el living de Martha y
comenzó pidiendo ayuda a algún forzudo del público para correr el
piano, que según él estaba demasiado cerca del borde del escenario y no
le dejaba lugar para tocar.
En los tres minutos que dura la simple "Meditación", de la ópera Thaïs,
de Massenet, Gitlis dejó expuesta toda su sabiduría musical.
Lo que ocurrió después fue una experiencia única. Martha Argerich y
Gitlis ingresaron en la sala para tocar una obra de fondo del repertorio
de cámara de todos los tiempos: la monumental Sonata de César Franck.
Jugando peligrosamente en el límite de la informalidad, estos dos
monstruos musicales, al parecer, llegaron al escenario del Colón sin
haber ensayado antes esta obra formidable. Si fue así, no se notó.
En la entrada misma del violín, después de que Argerich presentó con
absoluta delicadeza los acordes de séptima y novena que abren la Sonata,
Gitlis comenzó a jugar con el fraseo y el tempo de un modo "caprichoso"
para el estilo, pero absolutamente musical. Y continuaría este juego de
pequeños corrimientos, acentos, cambios de tiempo y articulación
durante los cuatro movimientos.
Claro: delante del piano estaba Martha Argerich, quien se sacó chispas
musicales con su genial e impredecible amigo. Era el corolario de una
jornada en la que la música fue vivida intensa y libremente por Martha,
por sus amigos y por el agradecido público.
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