El espectáculo era repetido, pero no por eso menos sugerente.
Domingo a la noche. Cuarenta, cincuenta, sesenta personas esperan
durante más de una hora a que se abran las puertas de la calle Tucumán.
Se lanzan a las escaleras. Una vez ubicados en el último nivel, el
séptimo, la fascinación: parados de puntillas en el paraíso del Teatro Colón, asisten -aunque más no sea desde las alturas- a la ceremonia ritual que los convoca: la música.
La visión de Martha Argerich -sus manos deslizándose sobre el teclado
como una sacerdotisa que embruja a sus feligreses-, de la Camerata
Bariloche, de Karin Lecher, y de ese público devoto (no sólo los que, de
pie, no se mueven para no perder el lugar, claro), basta para demostrar
que hay en la música algo que fluye por cauces más profundos que el
lenguaje. Por algo, a los ojos de la ciencia, el impulso que hace tal
vez 80.000 años llevó a un anónimo Neanderthal a fabricar una flauta con
el fémur de un oso es un misterio que aún no tiene explicación.
¿Por qué les cantan las madres a sus bebes? ¿Por qué hacen música todos
los pueblos de la Tierra? ¿Por qué nos acompaña en la alegría y en la
tristeza? Las respuestas de los investigadores abarcan los argumentos
más diversos.
Según cuenta Josie Glasiusz en un reciente artículo de Discover, para
Hajime Fukui, de la universidad japonesa de Nara, la música hace decrecer
la actividad sexual. Después de lograr que 70 estudiantes escucharan
música durante media hora, comprobó que los niveles de testosterona
descendían en los hombres y ascendían en las mujeres. Fukui cree que, en
épocas pretéritas, la música resultó ser un recurso para aliviar
tensiones sexuales.
Por su lado, Barry Bittman, neurólogo de Pennsylvania, les pidió a diez
personas que tocaran el tambor durante una hora. Al tomar muestras de su
sangre descubrió que tenían niveles más altos de células inmunes. Para
él, la música es una señal que indica al cerebro que deben descender los
niveles de la hormona del stress, el cortisol.
La investigadora de la Universidad de Toronto, Sandra Trehub, sostiene
que todos poseemos una innata apreciación musical. Descubrió que si un
bebe escucha una melodía con una secuencia de notas y se introduce en la
grabación una nota anómala -que no pertenece a esa escala-, vuelve
invariablemente la cabeza hacia el parlante. Y lo hace cada vez que la
nota equivocada aparece.
Aunque... tal vez todo esto no importe demasiado. Porque la música llega
a lugares donde se desvanecen las palabras y, como decía Cervantes,
"compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del
espíritu".
Y esto es justamente lo que nos ocurrió a todos los que, aunque sea por un par de horas, fuimos turistas en el paraíso
Por Nora Bär | LA NACION
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