domingo, 14 de diciembre de 2014

"Entre Abbado y Beethoven, Argerich" - Archivo Diario La Nación (02 de marzo de 2001)


VIENA.- "¡Qué orquesta!" fue lo que se me ocurrió decirle cuando, vencidos ambos por el frío, la encontré de improviso caminando sola por una desierta avenida de Viena. Veníamos de escuchar el segundo de los seis conciertos en los que Claudio Abbado, con la Orquesta Filarmónica de Berlín y junto a cinco solistas rutilantes, está recreando las sinfonías y los conciertos para piano de Beethoven. Sabía que mi interlocutora asentiría porque la había visto sentada entre el público ubicado en la primera fila de sillas colocadas en el escenario mezcladas con la orquesta. Después de seguir con sus gestos cada compás, había explotado en una exclamación de júbilo al concluir la Séptima Sinfonía, anticipando una ovación que fue interminable. "¡Increíble!", coincidió conmigo la interpelada, Martha Argerich. 


Y entonces comenzamos a hablar de orquestas, de directores, de ovaciones, que el día anterior, en la inauguración del ciclo, habían sido para ella cuando brindó una versión inolvidable del segundo concierto de Beethoven, obra poco frecuentada en la que supo encontrar una línea conductora de una gran profundidad, acompañada por un director y una orquesta singulares. No se equivocó el crítico que dijo: "Martha Argerich eleva el hacer música a la categoría de un arte existencial". 

Al cabo de un ciclo similar llevado a cabo durante la semana anterior en la Academia de Santa Cecilia en Roma, considerado como uno de los acontecimientos más importantes en el mundo musical, la Filarmónica de Berlín se trasladó al Musikverein de Viena, el templo de la música clásica. Esa sala toda dorada, en la que hasta el increíble sonido parece dorado, fue construida en 1870 y desde entonces despierta la admiración de quienes experimentan su acústica singular. Lo resumió el director Bruno Walter: "La primera vez que dirigí en el Musikverein constituyó para mí una experiencia inolvidable. ¡Sólo entonces supe que la música podía ser tan bella!" 

A diferencia de las catedrales de piedra que están siempre expuestas a la admiración de todos, las catedrales de sonidos deben ser recreadas cada vez. Esa titánica tarea de reconstrucción que ha emprendido Abbado con los berlineses dejará un recuerdo imborrable en quienes hemos tenido la fortuna de compartirla. Porque se trata de eso, de una experiencia compartida, de seguir paso a paso y con asombro, la obra maestra de la recreación del paisaje del alma. Recurriendo a una orquesta de no más de 50 músicos, reducida en relación al potencial de la Filarmónica de Berlín, Abbado está utilizando una nueva versión crítica de las partituras realizada por Jonathan Del Mar, cuyo resultado es una trama musical más ligera, más abierta, en la que se percibe cada frase de cada familia instrumental -virtud de una orquesta sin par- conservando, curiosamente, la fuerza requerida por ciertos pasajes que suenan como si la formación fuera varias veces más grande. Abbado, que como se ha dicho aquí tiene dos lenguas maternas, el italiano y la música, conduce a sus artistas con una suprema elegancia y con una fuerza de convicción que parecen desmentir su manifiesto deterioro físico. 

Jornadas inolvidables las tres vividas hasta ahora: una Tercera Sinfonía conmovedora como pocas, una Séptima que fue la esencia del ritmo, una Octava cristalina y arrolladora. En cuanto a los conciertos, el tercero bellamente interpretado por el ruso Evgeny Kissin, tal vez algo hierático en su enfoque, el cuarto en el que la portuguesa Maria Joäo Pires demostró la finura de su exposición y el ya mencionado segundo, en el que con una seguridad y un sonido admirables, deslumbró Martha Argerich. A propósito, prometió estar en Buenos Aires en septiembre, aunque dijo no saber aún si actuaría en nuestra ciudad. Sin duda, es preciso que lo haga.

 

Una experiencia inolvidable

Es difícil resignarse a aceptar que todo ha terminado. Que ya no sonará más la maravillosa música que ocupó, todo entero, el aire de la sala del Musikverein de Viena durante las seis jornadas dedicadas por Claudio Abbado y la Orquesta Filarmónica de Berlín a recrear las sinfonías y los conciertos para piano de Beethoven. Una vez más comprobamos que, como bien lo señala Beatriz Sarlo en uno de sus ensayos, "la fugacidad de la experiencia directa del original parece siempre una amenaza a la felicidad". Y lo es, como pueden atestiguarlo los miles de personas que ovacionaron hasta el agotamiento a Abbado y a sus músicos al concluir la Novena sinfonía el sábado pasado. Caía una catarata de flores amarillas sobre el escenario y hasta las cariátides doradas, que circundan la imponente sala, parecían haber derramado alguna lágrima, acompañando a quienes integrábamos un público que, a juzgar por algunas zonas del espléndido auditorio, hacía pensar que el concierto se desarrollaba en Tokio. Nadie quería partir. Buscábamos prolongar ese momento de felicidad que sabíamos tan fugaz y, por eso, irrepetible. 

Los tres últimos conciertos, que culminaron con la interpretación antológica de la Novena sinfonía, cuyo tercer movimiento pareció una canción entonada por una sola voz, tuvieron momentos inolvidables. Abbado descubrió para nosotros la riqueza expresiva inusitada de una Segunda sinfonía escasamente interpretada. ¡Qué decir de la Quinta, tan transitada, que lució nueva, resplandeciente! La introducción del segundo movimiento, a cargo de los violoncellos y las violas, sonó como nunca antes y los vientos, con una precisión y un fraseo incomparables, testimoniaron una riqueza sonora poco habituales. La Sexta, que parece ser la preferida del director, resultó no menos impactante ya que permitió descubrir una compleja textura sonora que habitualmente no se alcanza a percibir. 

En lo que respecta a los conciertos para piano, en el Primero se lució el nuevo prodigio, el torinés Gianluca Cascioli, de 21 años, con una sonoridad y una línea melódica notables, a pesar de algunas licencias atribuibles a su actitud de "enfant terrible". En cuanto al Quinto, el "Emperador", no podía haber encontrado mejor intérprete que Maurizio Pollini, una de las cumbres del arte pianístico contemporáneo. Habituado a trabajar con Abbado, con quien se conoce desde la juventud, Pollini demostró su autoridad y su profunda musicalidad, especialmente en el segundo movimiento, un ejemplo de poesía sonora.

 

Además, Brendel

Falta agregar que, además, escuché la Filarmónica de Viena, dirigiendo Paul Boulez la Tercera sinfonía de Mahler, la Sinfónica de Viena con David Zinman en la Novena del mismo compositor y a Alfred Brendel interpretando música para piano e instrumentos de cuerdas, festejando su 70º cumpleaños. 

En fin, habrá que aceptar que la semana ha concluido y con ella, se cierra una experiencia singular. Tal vez, quien mejor haya expresado esta sensación sea el escritor italiano Alessandro Baricco, quien, en oportunidad del ciclo similar que la Filarmónica de Berlín llevó a cabo en Roma durante la semana que precedió al de Viena, dijo: "Frente a acontecimientos como este, uno piensa que no le sucederán muchas otras veces en la vida y que, además, es sólo música clásica, de acuerdo. Pero éstas no han sido noches cualquiera y nunca lo serán. Me imagino lo que hará el recuerdo dentro de algunos años: levitará a mito, a relato épico, a hipérbole fantástica. Nos volveremos insoportables, relataremos estos conciertos a jóvenes que nos mirarán sin poder comprender si deben o no creernos y nosotros, entre una artritis y un bypass, haremos con las manos grandes gestos en el aire y diremos que ahora ciertas cosas no se escuchan más, entonces sí, aquéllos sí eran años, aquélla era música, escuchen los discos y aprendan. Nos habremos vuelto insoportables y maravillosos. No veo la hora". 

Por Guillermo Jaim Etcheverry Especial para La Nación 
Archivo Diario La Nación
02 de marzo 2001

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