VIENA.- "¡Qué orquesta!" fue lo que se me ocurrió decirle cuando, vencidos ambos por el frío, la encontré de improviso caminando sola por una desierta avenida de Viena. Veníamos de escuchar el segundo de los seis conciertos en los que Claudio Abbado, con la Orquesta Filarmónica de Berlín y junto a cinco solistas rutilantes, está recreando las sinfonías y los conciertos para piano de Beethoven. Sabía que mi interlocutora asentiría porque la había visto sentada entre el público ubicado en la primera fila de sillas colocadas en el escenario mezcladas con la orquesta. Después de seguir con sus gestos cada compás, había explotado en una exclamación de júbilo al concluir la Séptima Sinfonía, anticipando una ovación que fue interminable. "¡Increíble!", coincidió conmigo la interpelada, Martha Argerich.
Y entonces comenzamos a hablar de orquestas, de directores, de
ovaciones, que el día anterior, en la inauguración del ciclo, habían
sido para ella cuando brindó una versión inolvidable del segundo
concierto de Beethoven, obra poco frecuentada en la que supo encontrar
una línea conductora de una gran profundidad, acompañada por un director
y una orquesta singulares. No se equivocó el crítico que dijo: "Martha
Argerich eleva el hacer música a la categoría de un arte existencial".
Al cabo de un ciclo similar llevado a cabo durante la semana anterior en
la Academia de Santa Cecilia en Roma, considerado como uno de los
acontecimientos más importantes en el mundo musical, la Filarmónica de
Berlín se trasladó al Musikverein de Viena, el templo de la música
clásica. Esa sala toda dorada, en la que hasta el increíble sonido
parece dorado, fue construida en 1870 y desde entonces despierta la
admiración de quienes experimentan su acústica singular. Lo resumió el
director Bruno Walter: "La primera vez que dirigí en el Musikverein
constituyó para mí una experiencia inolvidable. ¡Sólo entonces supe que
la música podía ser tan bella!"
A diferencia de las catedrales de piedra que están siempre expuestas a
la admiración de todos, las catedrales de sonidos deben ser recreadas
cada vez. Esa titánica tarea de reconstrucción que ha emprendido Abbado
con los berlineses dejará un recuerdo imborrable en quienes hemos tenido
la fortuna de compartirla. Porque se trata de eso, de una experiencia
compartida, de seguir paso a paso y con asombro, la obra maestra de la
recreación del paisaje del alma. Recurriendo a una orquesta de no más de
50 músicos, reducida en relación al potencial de la Filarmónica de
Berlín, Abbado está utilizando una nueva versión crítica de las
partituras realizada por Jonathan Del Mar, cuyo resultado es una trama
musical más ligera, más abierta, en la que se percibe cada frase de cada
familia instrumental -virtud de una orquesta sin par- conservando,
curiosamente, la fuerza requerida por ciertos pasajes que suenan como si
la formación fuera varias veces más grande. Abbado, que como se ha
dicho aquí tiene dos lenguas maternas, el italiano y la música, conduce a
sus artistas con una suprema elegancia y con una fuerza de convicción
que parecen desmentir su manifiesto deterioro físico.
Jornadas inolvidables las tres vividas hasta ahora: una Tercera Sinfonía
conmovedora como pocas, una Séptima que fue la esencia del ritmo, una
Octava cristalina y arrolladora. En cuanto a los conciertos, el tercero
bellamente interpretado por el ruso Evgeny Kissin, tal vez algo
hierático en su enfoque, el cuarto en el que la portuguesa Maria Joäo
Pires demostró la finura de su exposición y el ya mencionado segundo, en
el que con una seguridad y un sonido admirables, deslumbró Martha
Argerich. A propósito, prometió estar en Buenos Aires en septiembre,
aunque dijo no saber aún si actuaría en nuestra ciudad. Sin duda, es
preciso que lo haga.
Una experiencia inolvidable
Es difícil resignarse a aceptar que todo ha terminado. Que ya no sonará
más la maravillosa música que ocupó, todo entero, el aire de la sala del
Musikverein de Viena durante las seis jornadas dedicadas por Claudio
Abbado y la Orquesta Filarmónica de Berlín a recrear las sinfonías y los
conciertos para piano de Beethoven. Una vez más comprobamos que, como
bien lo señala Beatriz Sarlo en uno de sus ensayos, "la fugacidad de la
experiencia directa del original parece siempre una amenaza a la
felicidad". Y lo es, como pueden atestiguarlo los miles de personas que
ovacionaron hasta el agotamiento a Abbado y a sus músicos al concluir la
Novena sinfonía el sábado pasado. Caía una catarata de flores amarillas
sobre el escenario y hasta las cariátides doradas, que circundan la
imponente sala, parecían haber derramado alguna lágrima, acompañando a
quienes integrábamos un público que, a juzgar por algunas zonas del
espléndido auditorio, hacía pensar que el concierto se desarrollaba en
Tokio. Nadie quería partir. Buscábamos prolongar ese momento de
felicidad que sabíamos tan fugaz y, por eso, irrepetible.
Los tres últimos conciertos, que culminaron con la interpretación
antológica de la Novena sinfonía, cuyo tercer movimiento pareció una
canción entonada por una sola voz, tuvieron momentos inolvidables.
Abbado descubrió para nosotros la riqueza expresiva inusitada de una
Segunda sinfonía escasamente interpretada. ¡Qué decir de la Quinta, tan
transitada, que lució nueva, resplandeciente! La introducción del
segundo movimiento, a cargo de los violoncellos y las violas, sonó como
nunca antes y los vientos, con una precisión y un fraseo incomparables,
testimoniaron una riqueza sonora poco habituales. La Sexta, que parece
ser la preferida del director, resultó no menos impactante ya que
permitió descubrir una compleja textura sonora que habitualmente no se
alcanza a percibir.
En lo que respecta a los conciertos para piano, en el Primero se lució
el nuevo prodigio, el torinés Gianluca Cascioli, de 21 años, con una
sonoridad y una línea melódica notables, a pesar de algunas licencias
atribuibles a su actitud de "enfant terrible". En cuanto al Quinto, el
"Emperador", no podía haber encontrado mejor intérprete que Maurizio
Pollini, una de las cumbres del arte pianístico contemporáneo. Habituado
a trabajar con Abbado, con quien se conoce desde la juventud, Pollini
demostró su autoridad y su profunda musicalidad, especialmente en el
segundo movimiento, un ejemplo de poesía sonora.
Además, Brendel
Falta agregar que, además, escuché la Filarmónica de Viena, dirigiendo
Paul Boulez la Tercera sinfonía de Mahler, la Sinfónica de Viena con
David Zinman en la Novena del mismo compositor y a Alfred Brendel
interpretando música para piano e instrumentos de cuerdas, festejando su
70º cumpleaños.
En fin, habrá que aceptar que la semana ha concluido y con ella, se
cierra una experiencia singular. Tal vez, quien mejor haya expresado
esta sensación sea el escritor italiano Alessandro Baricco, quien, en
oportunidad del ciclo similar que la Filarmónica de Berlín llevó a cabo
en Roma durante la semana que precedió al de Viena, dijo: "Frente a
acontecimientos como este, uno piensa que no le sucederán muchas otras
veces en la vida y que, además, es sólo música clásica, de acuerdo. Pero
éstas no han sido noches cualquiera y nunca lo serán. Me imagino lo que
hará el recuerdo dentro de algunos años: levitará a mito, a relato
épico, a hipérbole fantástica. Nos volveremos insoportables, relataremos
estos conciertos a jóvenes que nos mirarán sin poder comprender si
deben o no creernos y nosotros, entre una artritis y un bypass, haremos
con las manos grandes gestos en el aire y diremos que ahora ciertas
cosas no se escuchan más, entonces sí, aquéllos sí eran años, aquélla
era música, escuchen los discos y aprendan. Nos habremos vuelto
insoportables y maravillosos. No veo la hora".
Por Guillermo Jaim Etcheverry Especial para La Nación
Archivo Diario La Nación
02 de marzo 2001
No hay comentarios:
Publicar un comentario