Concierto de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Pedro Ignacio Calderón. Solista: Martha Argerich (piano). Programa: Nocturnos (Nubes y Fiestas); Pinos de Roma (poema sinfónico) de Ottorino Respighi y Concierto para piano y orquesta, en Mi menor, Nº 1, Op. 11, de Frederic Chopin. Nuestra opinión: Excelente.
Fue una de las noches más rutilantes de la historia
del Teatro Colón. Por la cantidad de público que tuvo la oportunidad de
entrar en la sala, el grito de aprobación más fuerte y prolongado que se
recuerda; obviamente, por la calidad de ejecución de Martha Argerich,
el alto nivel de la Filarmónica y la excelencia de Pedro Ignacio
Calderón, los tres que, coincidentemente, acababan de ser premiados por
la Fundación Konex.
Calderón inició la primera parte del programa con una muy sobria versión
de "Nubes" y "Fiesta", los dos primeros fragmentos de el tríptico
"Nocturnos", de Claude Debussy, obra capital del creador de Francia.
Toda la magia de su estilo sinfónico fue lograda, muy especialmente
cuando el ritmo de danza parece estallar en refulgente luminosidad de
colores tonales.
Pero aún mayor interés tuvo la ejecución del célebre poema "Los pinos de
Roma", de Ottorino Respighi, tan descriptivo y cautivante en sus
evocaciones como formidable en el uso de los recursos de la orquesta
sinfónica. Calderón mostró su habitual capacidad para lograr los planos y
matices adecuados de las obras del gran sinfonismo, cuidando de no
hacer vulgares y efectistas los momentos de grandes eclosiones de
sonido, ni dejar de lado el logro de pianissimi delicados.
Cabe señalar que el rendimiento técnico de toda la orquesta fue
estupendo, con especial lucimiento del su primer clarinete, Mariano Rey,
cuyo sonido fue hermoso y de una enorme emotividad.
Un Chopin superlativo
Por fin llegó el concierto Op. 11, Nº 1 de Chopin, que en realidad
compuso con posterioridad al que se conoce como segundo, y que fue
interpretado en lugar del concierto en Sol de Ravel, que fuera anunciado
originalmente. Un cambio que no agregó ni quitó nada, sencillamente
porque Argerich por sí sola y con cualquier obra provoca la misma
actitud de embeleso.
Sin ninguna actitud de divismo, y sin otra intención que servir a la
música con infinito amor y entrega, la artista dio la medida justa de su
genio musical, quizás el más evidente de haber sido otorgado por la
providencia.
Bastó un gesto y un leve movimiento de su cabeza para comprender que la
introducción orquestal muy adecuada de Chopin la había puesto en
situación espiritual para penetrar en la obra, al punto de que los
primeros pasajes sonaron con matices de conmovedora fuerza expresiva y
con un sonido de cautivante belleza. Al mismo tiempo, a medida que
avanzaba el allegro maestoso , la claridad de la
articulación, el encanto de las notas como cadenas de perlas y la
homogeneidad del toque fueron de excepción. Por otra parte, la sencillez
y calor del fraseo musical crearon una intangible corriente de
comunicación con el oyente, algunos de los cuales no pudieron evitar una
lágrima.
Luego llegaron el larghetto de infinito vuelo lírico a la
manera de una bella romanza, pero expresado sin los desbordes del
romanticismo almibarado tantas veces escuchado hasta el empalago -por
fortuna Calderón y la orquesta se pusieron al servicio de la pianista- y
más tarde el rondó, con todo el sabor del ritmo popular que el autor
encerraba en su corazón antes de dejar su patria.
El carácter alegre, vigoroso y pianísticamente brillante de la
"cracoviana" sincopada, como muy bien se señaló en el programa de mano,
se escuchó con detalles de una escritura más rica y compleja que la
habitual en otras versiones, a través de una mecánica de pasmosa
claridad, al punto que la obra tantas veces considerada débil desde
aspectos académicos, se trasformó en una composición mucho más
jerarquizada que desde podría considerarse ahora entre las cumbres del
inmortal mago del piano. Cuando estallaron los imponentes vítores y
Argerich agradeció con su saludo y gesto con mucho de oriental y con
actitud tímida, se creyó que habría oportunidad de escucharla en un
breve recital, especialidad que parece, por el momento, no estar entre
sus preferencias.
Sin embargo, fueron sólo dos agregados, una sonata de las más brillantes
de Doménico Scarlatti y una mazurka, de Chopin, que de todos modos, por
su impresionante ejecución técnica e interpretativa, fueron más que
suficiente para rubricar una noche inolvidable.
Colados
La afluencia de público excedió toda medida normal en la sala y provocó
algunas protestas de abonados, que no llegaron a empañar una función
histórica que merecía ser apreciada por la mayor cantidad de personas
posible. La expectativa superó todo lo conocido, y quienes llenaron el
Colón, ocupando pasillos y escalinatas, lo hicieron con respetuoso
silencio y pasión por la buena música.
Gracias a Argerich, el primer concierto de Chopin llegó a cumbres musicales impensadas. Foto: Patricia Di Pietro
La Nación Espectáculos
Juan Carlos Montero
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