La presencia de Martha Argerich se transforma en el
acontecimiento más relevante de la temporada musical; se trata de una de
las figuras más notables de la música que ha dado el país y porque sus
visitas han sido muy espaciadas a lo largo de su rutilante carrera.
Entonces vienen los recuerdos sobre aquella niña de tan solo cinco años
que tocó por primera vez frente a un numeroso público, la circunstancia
de poder escucharla, con 8 años, en el estudio del profesor Vicente
Scaramuzza, a quien no le agradaba la posibilidad de tener un alumno
esperando en la antesala, en este caso, justificada porque el intruso
venía desde Ituzaingó y tenía que hacer tiempo en algún lugar.
¡Qué admiración al escucharla! Con ella el rigor a veces doloroso de Scaramuzza se transformaba en la dulzura de un abuelo.
Cómo no recordar su debut en el Colón, el 26 de noviembre de 1952,
cuando la niña de once años se ubicó frente al piano y le hizo un gesto
imperativo para comenzar el Concierto Op. 54, de Schumann, dirigido a
Washington Castro, de mirada paternal.
Luego llegaron los años de sus estudios en Europa. Las noticias se las
conocía y se las comentaba con Bernardo Iriberri, en su local de la calle
Florida, donde Friedrich Gulda confirmaba su admiración por la pianista
porque tomaba clases con él. Causaba gracia oírle decir: ¡Yo no puedo
aportarle nada. Es un fenómeno!
También pasó por los consejos de Madelaine Lipatti, esposa de la otra
maravilla del siglo, Dinu Lipatti, quien seguramente le dio algún
secreto para lograr el sonido mágico de los pasajes perlados, y con
Nikita Magaloff, Stefan Askenase y Arturo Benedetti Michelangeli.
Momentos inolvidables
Al poco tiempo, el orgullo de los argentinos por sus consagraciones en
concursos internacionales (Bolzano, Ginebra y Varsovia), hasta que por
fin volvió en 1965 y dio un recital inolvidable con una partita de Bach,
una sonata de Beethoven, otra de Prokofiev y mucho Chopin.
El delirio de esa tarde siguió en la Asociación Wagneriana, cuando
encaró con pulcritud un programa superior, con la sonata en Si de
Chopin, la Fantasía de Schumann y la sonata de Prokofiev. Pero una
página aún más excepcional se escribió exactamente el 8 de agosto de ese
año, cuando se unió en perfecta comunión espiritual con el violinista
Ruggiero Ricci, para mostrar toda la gama de su capacidad en el terreno
de la música de cámara, en un programa con obras fundamentales de
Mozart, Beethoven y Prokofiev. ¡Cómo no recordar la perfección rítmica y
la fuerza expresiva de aquella versión de la sonata "Kreutzer"!
A los pocos días, junto con el director de orquesta y pedagogo Teodoro
Fuchs, al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, se la escuchó con
deleite en uno de los más famosos conciertos para piano de Mozart.
Por fortuna retornó en 1969, año en que se la apreció con mayor
intensidad. Dos recitales en el Colón, solista con la Nacional, dirigida
por Charles Dutoit, con Beethoven y Liszt en el mismo programa; otra
presentación con el concierto de Grieg; actuaciones para la Wagneriana y
el Mozarteum Argentino y una curiosa presencia como solista, en el
Colón, del concierto Nº 1, de Liszt, con la Orquesta Sinfónica de Cuyo.
Debieron pasar muchos años para gozar nuevamente de su arte, hasta que
llegó su última actuación en un concierto con fines benéficos, durante
la temporada de 1986, donde hizo una demostración de capacidad
intelectual y física.
Ahí encaró con energía tres obras para piano y orquesta, dirigidas por
Simón Blech, y el Colón fue testigo de que podía tocar sin ningún atisbo
de cansancio el Nº 2, de Beethoven, el Nº 1, de Liszt, y el N º 3, Op.
26, de Prokofiev. El delirio se repitió una vez más.
Ahora se la espera con el mismo cariño, admiración y orgullo de siempre.
Por Juan Carlos Montero
De la Redacción de La Nación
De la Redacción de La Nación
Miércoles 15 de septiembre de 1999
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