domingo, 2 de noviembre de 2014

"Una pianista célebre, en la intimidad" - La Nación (27 de mayo 1998)


Tokio (De un enviado especial). A Martha Argerich no le gustan las entrevistas. Por esono las concede, al menos en el sentido tradicional del término. Los periodistas que quieren dialogar con ella tienen que aceptar sus condiciones básicamente, evitar la formalidad de agendar un encuentro.


"Nos vemos después del ensayo general -propuso ante la primera requisitoria-. Tengo mucho que estudiar y estoy por grabar el Trío de Chaikosvky con Kremer y Maisky". Pero entre el fin del ensayo general y el concierto había tan sólo una hora. Las fotos, los autógrafos y las peregrinaciones hacia su camarín, sumados a sus dudas sobre qué piano usar para la función, la hicieron sugerir: "Mejor nos vemos después de la función". 

No le gustan los tiempos breves que impone el periodismo, pero, a cambio, ofreció compartir con los periodistas argentinos presentes (e insistentes) la cena que tendría en un restaurante típico japonés para comer sushi junto a dos de sus hijas, Annie Dutoit y Stephanie Bishop, amigos japoneses, un pianista italiano y su amigo y colega Michel Beroff. 

Durante la charla informal pasó sin transiciones del francés -que habla habitualmente con sus hijas- al castellano, el inglés y un poco de italiano, y admitió responder algunas preguntas, pero dentro de un contexto dilatado, sin apuros ni urgencias. 

La pianista no deja de recordar a su maestro, el temible Vicente Scaramuzza, que, si bien, como ella recuerda en muchas anécdotas, la hizo sufrir, también la templó para sostenerse dentro del competitivo mundo de la música clásica. "Cada vez que me retaba lo que yo hacía era concentrar mi mirada en su verruga, para mostrarme serena", recuerda de los malos tragos que pasó con el maestro, pero también cuenta algunos buenos, como cuando tocó un concierto de Mozart en Radio el Mundo. "El no venía a esas funciones porque sabía que si él estaba, yo me ponía nerviosa -explica-; así que nos vimos al día siguiente y me dijo: "Ayer la escuché por la radio, estuvo bien", y yo me puse muy feliz". En ese entonces tenía nueve años, uno menos que cuando se encontró con su segundo maestro, Friedrich Gulda. 

"¿Estuvo bien?"

Su proverbial carácter dubitativo puede parecer sorprendente para una artista de su calidad. Pero, a pesar de que todos quieren tocar con ella, y sus colegas y amigos la admiran y respetan, se permite dudar de casi todos sus movimientos. "¿Te parece que estuvo bien el concierto?", pregunta insistentemente a todos, aunque luego se anima a opinar: "Me gustó más cómo salió el segundo movimiento en el ensayo; hubo otra energía, no sé". También asegura que entró al escenario "con mucho miedo" y que demoró en conceder un bis porque no estaba segura de "poder tocar bien la obra de Ginastera, porque no la había estudiado como yo quería". 

Lo dice y suena sincera, aunque cueste entenderla. Así explica luego el porqué de sus dudas respecto de qué piano tocar. "Cuando probé el primero, no me convenció, tenía un sonido brillante, pero no estaba segura de la respuesta que me entregaba. Entonces vi que había otro y quise tocarlo. Me pareció más brillante, pero un músico que se ve que prestaba mucha atención me dijo que en verdad era porque era un poco más latoso y que el otro tenía más cuerpo, así que me decidí. También influyó el hecho de que el primer ensayo lo hicimos en otra sala con un piano que me gustaba mucho. 

En la cena, entre mariscos y cerveza, habló de cine ("me gusta y voy muy seguido"), sobre las nuevas generaciones de pianistas, su asombro sobre la repercusión que tienen en la Argentina todas sus actividades, su interés por la música de Ligeti y su entusiasmo por el compositor minimalista Daniel Rabinovitch. 

Luce distendida, pero luego recuerda que tiene que volver a estudiar. Un día en la vida del planeta Argerich siempre gira alrededor de su pasión: la música.

La Nación Espectáculos
27 de mayo 1998

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