Tokio (De un enviado especial). A Martha Argerich no le gustan las entrevistas. Por esono las concede, al menos en el sentido tradicional del término. Los periodistas que quieren dialogar con ella tienen que aceptar sus condiciones básicamente, evitar la formalidad de agendar un encuentro.
"Nos vemos después del ensayo general -propuso ante la primera
requisitoria-. Tengo mucho que estudiar y estoy por grabar el Trío de
Chaikosvky con Kremer y Maisky". Pero entre el fin del ensayo general y
el concierto había tan sólo una hora. Las fotos, los autógrafos y las
peregrinaciones hacia su camarín, sumados a sus dudas sobre qué piano
usar para la función, la hicieron sugerir: "Mejor nos vemos después de
la función".
No le gustan los tiempos breves que impone el periodismo, pero, a cambio, ofreció compartir con los periodistas argentinos presentes (e insistentes) la cena que tendría en un restaurante típico japonés para comer sushi junto a dos de sus hijas, Annie Dutoit y Stephanie Bishop, amigos japoneses, un pianista italiano y su amigo y colega Michel Beroff.
Durante la charla informal pasó sin transiciones del francés -que habla
habitualmente con sus hijas- al castellano, el inglés y un poco de
italiano, y admitió responder algunas preguntas, pero dentro de un
contexto dilatado, sin apuros ni urgencias.
La pianista no deja de recordar a su maestro, el temible Vicente
Scaramuzza, que, si bien, como ella recuerda en muchas anécdotas, la
hizo sufrir, también la templó para sostenerse dentro del competitivo
mundo de la música clásica. "Cada vez que me retaba lo que yo hacía era
concentrar mi mirada en su verruga, para mostrarme serena", recuerda de
los malos tragos que pasó con el maestro, pero también cuenta algunos
buenos, como cuando tocó un concierto de Mozart en Radio el Mundo. "El
no venía a esas funciones porque sabía que si él estaba, yo me ponía
nerviosa -explica-; así que nos vimos al día siguiente y me dijo: "Ayer
la escuché por la radio, estuvo bien", y yo me puse muy feliz". En ese
entonces tenía nueve años, uno menos que cuando se encontró con su
segundo maestro, Friedrich Gulda.
"¿Estuvo bien?"
Su proverbial carácter dubitativo puede parecer sorprendente para una
artista de su calidad. Pero, a pesar de que todos quieren tocar con
ella, y sus colegas y amigos la admiran y respetan, se permite dudar de
casi todos sus movimientos. "¿Te parece que estuvo bien el concierto?",
pregunta insistentemente a todos, aunque luego se anima a opinar: "Me
gustó más cómo salió el segundo movimiento en el ensayo; hubo otra
energía, no sé". También asegura que entró al escenario "con mucho
miedo" y que demoró en conceder un bis porque no estaba segura de "poder
tocar bien la obra de Ginastera, porque no la había estudiado como yo
quería".
Lo dice y suena sincera, aunque cueste entenderla. Así explica luego el
porqué de sus dudas respecto de qué piano tocar. "Cuando probé el
primero, no me convenció, tenía un sonido brillante, pero no estaba
segura de la respuesta que me entregaba. Entonces vi que había otro y
quise tocarlo. Me pareció más brillante, pero un músico que se ve que
prestaba mucha atención me dijo que en verdad era porque era un poco más
latoso y que el otro tenía más cuerpo, así que me decidí. También
influyó el hecho de que el primer ensayo lo hicimos en otra sala con un
piano que me gustaba mucho.
En la cena, entre mariscos y cerveza, habló de cine ("me gusta y voy muy
seguido"), sobre las nuevas generaciones de pianistas, su asombro sobre
la repercusión que tienen en la Argentina todas sus actividades, su
interés por la música de Ligeti y su entusiasmo por el compositor
minimalista Daniel Rabinovitch.
Luce distendida, pero luego recuerda que tiene que volver a estudiar. Un
día en la vida del planeta Argerich siempre gira alrededor de su
pasión: la música.
La Nación Espectáculos
27 de mayo 1998
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